En calma, con aguas plateadas, se veía la playa de Sardina una de estas mañanas de principios de diciembre, cuando al otoño no le queda mucho para despedirse. Las suaves olas mecían los veleros con un ligero vaivén que embelesaba la mirada de los pocos asistentes, entre los que cada vez hay más turistas, y, en el horizonte, aflorando en medio de un mar de nubes blanquecinas, la figura del Teide irrumpía en el cielo, altanero como él solo.
No está nada fría el agua. Tan limpia y cristalina como siempre, salvo raras excepciones, sigue sorprendiendo a la gente de fuera que su temperatura se mantenga templada todavía, casi llegado el invierno, que para ellos significa frío y nieve. A lo mejor no saben, o no recuerdan, que nuestras islas se sitúan frente a las costas del continente africano. Como tampoco saben algunos que tienen que lanzarse de cabeza bajo una ola grande para que no los revuelque. Hace poco se lo indiqué a un inglés que se quedó indeciso ante la llegada inminente de un “olucón”. Down, down!, le dije, mientras le señalaba hacia abajo con la mano, pero no me entendió bien y se llevó un buen revolcón. Salió del agua ileso pero tambaleándose, y yo, sin poderlo evitar, me vi sonriendo.
Llegado el atardecer, el mar de nubes blancas y grisáceas que copaban el cielo se tiñeron de colores
... para adornar al Teide, la estrella del paisaje de Sardina, con matices policromados que lo embellecen, y para dar paso a una noche en calma, con el rumor de la olas como sintonía natural.
Cautivados por ese susurro y sofocados por los calores que hemos tenido hasta no hace mucho, pudimos ver, a mediados del mes pasado, poco antes de ponerse el sol, la playa de Sardina con un viaje de gente,
… bajo una capa de nubes grises y blancas, revueltas como cúmulos en un cielo aún azul. El sol, como una copa dorada en sus últimos estertores, pretende apartar a las nubes de su camino. El rayo que se refleja en el mar inunda e ilumina a un bañista, el cual parece abducido por una fuerza superior, y el Teide, agazapado, espera que se produzca el crepúsculo, que caiga el sol como una hoja otoñal, para lucirse en todo su esplendor antes de que se lo trague la noche.
A veces echo de menos un otoño con árboles. Entonces me imagino que en Sardina hay un montón de acacias, araucarias y eucaliptos, cuyas hojas secas caen sobre el suelo verde,
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… doradas, amarillentas, rojizas, y me atrae la idea de sentir el crujido que producen al pisarlas. Incluso, como hace un amigo mío que vive en Londres, cogería algunas hojas y haría composiciones curiosas con ellas.
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Esta foto que ven es un mosaico que hizo con tres hojas de cinco puntas que parecen estrellas. Según me dijo, una estrella pentagonal, o pentagrama, está relacionada con el misterio y la magia y representa la supremacía de la naturaleza sobre el ser humano, ante lo cual asentí porque yo también creo que la Naturaleza, con mayúscula, en la cual incluyo al universo entero, es la madre primigenia de todos nosotros, puesto que sin ella no habríamos existido.
Entra la Naturaleza por mis ventanas. Veo el cielo, el mar y el monte Tamadaba desde el salón de mi casa, este rincón que me prodigó la providencia, una gracia sin parangón, pues me acompañan la luz y la oscuridad, el aire y el silencio, al cual, por regla general, sólo lo rompe el rumor de las olas.
Y ahí está el Teide, siempre presente, salvo si lo ocultan las nubes, sobre todo en los crepúsculos otoñales, tanto en la playa como si camino por la avenida hacia el Paso del Sargo y me encuentro con el Roquete, por allá de la Fragata, a donde la gente suele ir a pescar,
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… o si cojo rumbo a Botija, por un veril que bordea el acantilado, y llego hasta el Farallón.
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Allí, aparte de la vista espectacular que ven en esta foto, se puede contemplar Tamadaba en todo su esplendor, la montaña de Amagro, que también tiene su encanto, y la Cola de Dragón, una formación rocosa que va desde Agaete hasta La Aldea de San Nicolás y que encierra barrancos y playas.
Playas a las que, en otro tiempo, sin casas ni carreteras, tal vez llegaba la vegetación y lucían frondosas y exuberantes. Verlas, en especial a la que más quiero, sería un enorme placer y me encantaría viajar hacia atrás en el tiempo para pasear por la arena, pisando las hojas secas con los pies descalzos y admirando las maravillosas puestas de sol del otoño en Sardina.
Texto: Quico Espino
Fotos: Quico Espino, François Hamel e Ignacio A. Roque Lugo
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