El que la sigue la consigue
Ilustración: Antonio Juan Valencia MorenoEl dicho “El que la sigue la consigue” a veces es muy cierto, pero en otras ocasiones ese conseguir llega demasiado tarde, como le sucedió al personaje anónimo al que en este relato doy identidad.
Se llamaba Benechar, que en su lengua viene a significar hijo de noble. La aspiración de este aborigen era salir airoso de las pruebas para poder obtener el status de noble. Por eso, todos los días subía muy de mañana a la montaña de Amagro y se ejercitaba llevando grandes piedras para el Goro que estaba levantando un pastor en su cúspide. Otras veces luchaba con él un plebeyo muy fuerte que a esas horas ya pastoreaba su rebaño por las inmediaciones.
Era Benechar alto, de rostro anguloso, en el que destacaba su sonrisa de dientes sanos y sus ojos verdes oscuros. Aún no tenía el cabello largo y su cara carecía de barba, pero tenía la esperanza de que pronto le concederían tener, en las pruebas de aptitud que se celebrarían en el próximo Beñesmen, esos atributos de noble.
Descansó un momento de sus ejercicios y se quedó mirando allá abajo cómo el poblado de Agáldar iba despertando, y su pensamiento se recreó en la recurrente obsesión de dejar de ser plebeyo y convertirse en noble de pleno derecho, y quizá en Faycán.
Dejando sus ambiciosos sueños por el momento, se dispone a ir bajando la Montaña Sagrada, pero lo hará por la parte más peligrosa, convencido de su fortaleza. Con un esfuerzo tremendo, confiando en su destreza, fue deslizándose montaña abajo ayudándose solamente de sus brazos y de sus piernas. Desde lo alto, el pastor le previno del peligro, pero él no hizo caso.
Desgraciadamente, en un paso mal dado, cayó y se precipitó rodando varios metros. En su caída sufrió, además de muchas contusiones, fractura de la rodilla izquierda. El pastor fue en su auxilio y lo llevó cojeando hasta su hogar, una cueva situada en el gran barranco, muy cerca de la Cueva Pintada.
Su mujer, al verlo, entre lamentos se dispuso a curar sus heridas, sin dejar de quejarse de su mala suerte, pues ahora el trabajo en la parcela concedida por el Guanarteme, pendiente de arar y plantar, sería para ella y de los parientes que estuvieran dispuestos ayudarla, además de ocuparse de sus labores y la crianza de sus cuatro hijos, que no era poco. Ella no sabía cómo salir del contratiempo que le ocasionó las aspiraciones de grandeza de su marido, alentado por ser bastardo del Guanarteme.
Benechar, atribulado y entristecido, quedó en su hogar postrado en una estera de junco sin poder levantarse, atormentado por el dolor, pero le animaba pensar en el día en que mucha gente lo miraría con admiración; no sabía con certeza cómo porque ya no sería noble, ni siquiera un gran guerrero por ser un lisiado; pero sería admirado. Lo presentía.
Desgraciadamente la herida de su rodilla se complicó, sufriendo una gran infección a pesar de los remedios de la curandera y los cuidados de su mujer. Un día amaneció muerto a la puerta de su hogar, a donde había llegado arrastrándose para ver el claro amanecer, que pronto se le convirtió en negruras.
Fue llevado a enterrar barranco abajo, acompañado de sus allegados y de las plañideras correspondientes a la Necrópolis de Aguyaren, cerca del mar.
Quién se lo hubiera dicho. Al cabo de cientos de años , un día de otoño, de repente este aborigen se hizo importante al ser descubiertos sus restos por casualidad, cerca de la orilla del mar, por unos estudiosos de la Necrópolis de La Guancha. Ésta fue la descripción: varón de 20 a 25 años, dentadura bien conservada, una señal congénita de nobleza en sus huesos y otra de fractura en la rodilla izquierda.
Texto: Juana Moreno Molina
Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno






























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