
Desde hace mucho tiempo, ya no hay cagadas de moscas en los bombillos; bueno, ni en las luces como las que había en nuestra infancia, incandescentes, mucho antes de que la obsolescencia programada se convirtiera en un hábito de consumo y en una realidad no deseada.
Y, al desaparecer dichos regalitos, se ha llevado por delante toda una manera sencilla de entender la vida, donde las cosas se adquirían “para siempre”, aunque ese “siempre” cada vez durara menos. Y todo viene a cuento porque el otro día, en la habitación de la azotea, donde la tranquilidad y los libros se proyectan hacia el barranco, lugar apacible tan lleno de palabras que revolotean cada tarde en las orillas donde habitan las cañas, pudimos observar que había moscas alrededor de la luz del techo. Es verdad que uno no mira casi nunca hacia arriba; es cierto que habíamos olvidado la presencia de las molestas moscas y, más aún, nos habíamos olvidado de sus recuerdos en los bombillos que una vez fueron calientes y duraban hasta que el fino filamento se descolgaba de su función. Al igual que los corrosivos excrementos de las palomas ensucian lo que ensucian, incluso la piedra de monumentos e iglesias, destruyéndolo todo, y los perros rematan las calles y las esquinas dejando una ligera sombra que con el tiempo se oscurece más y más, las cagadas de las moscas hablan de un tiempo que ya solo vive en nuestra imaginación, donde la luz eléctrica, en momentos en que fuimos considerados verdaderos clientes, se iba con frecuencia y ya no sabía uno cuándo se repondría el servicio; con un poco de suerte, a las seis horas se volvía a encender todo. ¡Y hasta poco tiempo nos parecía!
Hoy, donde todo debe suceder con rapidez alocada e inmediatez desmedida, cuando lo cuentas a los hijos no solo se retrata la perplejidad en sus caras, sino que, además, nos percatamos de que el tiempo ha pasado y ya los registros actuales son otros. Al igual que los “discos dedicados” de las emisoras de radio, cuando la música aún no era un bien de consumo, más que nada porque no estaba al alcance de la mayoría de los bolsillos, han pasado a mejor vida, hace ya un porrón de años, vivimos ahora una etapa tan distinta y nueva que ya no logramos comprender por mucho que nos empeñemos: el sino de los tiempos. Entonces sucede que recordamos a las personas mayores que en su día nos decían aquello de que “el mundo ha cambiado una barbaridad”.
Ha tenido que pasar toda una vida para ser plenamente conscientes de su irrefutable verdad. En fin, que no les digo nada nuevo. Y saben ustedes, perfectamente, además, que hablo de un tiempo donde el teléfono se usaba para llamar, hablar y saber.
Perdonen el atrevimiento. Vale.
Juan FERRERA GIL































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