Beber lentitud

Carola Pérez García

[Img #12294]“¡Qué clase de hombre soy si ya no entiendo lo que me dicen los animales, las plantas ni las piedras!” 
 
Recuerdo cuánto me estremecí al escuchar estas palabras del personaje indio en "El abrazo de la serpiente". Me pregunto cuánto tiempo he estado con esa herida abierta, extrañando el lenguaje de lo no humano, sintiéndome fría, aislada, enferma de excesiva humanidad. 
 
Me estoy curando; he vuelto a activar sus pasos, los de mi abuela y sus aguas guisadas. La infusión de ruda, pasote y matalauva para los nervios de barriga siempre fue un acierto, pero lo sustituí por la rapidez del café instantáneo. 
 
Ahora sólo quiero guisar el agua en el caldero, esperar sus tiempos, sacudir el polvo de las hierbas viradas hacia abajo o sacarlas de sus tarros de cristal para activar sus nutrientes a otro cuerpo vivo y pasar esa comunicación floral en su mismo orden: tres hierbas, agua a hervir, cinco minutos de reposo, colar, soplar, respirar, oler y beber. Tragar lentitud, ingerir bosque. 
 
Estos días he vuelto a subir a Juncalillo. Fui a por la poesía lenta del paisaje y del paisanaje de esos altos de Gáldar: allá arriba, entre las montañas altas de la isla, yo fui feliz. 
 
Mi abuela me llevaba a la tienda de Mary, una lugareña con cara de indígena que, como el indio del documental, me contaba cosas sin hablar. Supongo que en estos lugares los instantes de revelación son frecuentes, la naturaleza permanece y su línea no se ha cortado. Lo despacio lo envuelve todo; así es más fácil conectarse al lenguaje primigenio, conectarse a la vida. 
 
Allá arriba, entre artemisas, me visitó mi abuela difunta. Manuela Flores Rocas, Maye, que nació sietemesina en 1923 y a la que criaron en una teja de barro, calentita, junto al calor de las cabras y la mula, en la falda de la montaña. Sin esa teja de barro se habría muerto. 
 
-Tómate este pisco de agua guisada, mi niña, que está buena.
 
En su cocina y en su delantal había ramitas de poleo, manzanilla o marrubio, y siempre estaba ahí cuando alguno de sus nietos caía malo y no iba a la escuela. 
 
“Tilín, tilínnnn”, chocaba la cuchara de metal al remover la hierba en la escudilla. El dolor de barriga o la mala gana se espantaban con sólo oír sus pasos tranquilos y firmes, cargando aquella taza caliente que contaba algo en señales de humo. Luego se iba. No había más conversación. El alma enferma debía curarse sola con la comunicación de las hierbas, porque aquella mujer menuda, adusta y enlutada, ya dejaba en el ambiente un olor a otro tiempo y a plantas inteligentes. Era algo a lo que te entregabas, como un colchón que tienes detrás, al que te tiras sin mirar porque confías en caer bien: tienes respaldo, mucha vida para sostenerte.
 
Maye era agua pasote y pies pequeños, sietemesina chiquita,
criada en teja de barro caliente.
Fue luto, arrugas en la mirada, amor en el gesto,
huevos fritos con papas. Quiso ir a la escuela, pero
no le dejaron estudiar nada: ¡A lavar la ropa al barranco
y a comprar a la recova,
que los niños están esperando! Y jugando esperan
otros alimentos,
que les sacien el alma.

 
Con hambre y miseria, fue analfabeta sabia.
Ella era todas las aguas guisadas:
hierba luisa, menta poleo y
el tintineo de la cuchara,
y pan “biscochao” en la escudilla de agua.
Picaba perejil y berros,
tallos verdes y tiesos,
la selva de Doramas en nuestra casa,
como jardines frescos, en las calles de la montaña Ágaldar. Hacía caldo millo, cilantro y papas.
Comíamos cochafisco,
sol salado;
comíamos cumbre sagrada.

 
Maye bendecía,
 rezaba a los males
 y  devolvía la salud a la gentes,
 y a las cabras.
 Era maúra y maga.
  Mientras eructaba y bostezaba,
 el mal arrancaba con sus manos huesudas,
 sentada con pañuelo negro,  en la orilla de la cama.
 Sietemesina,
 entre hierbas de artemisa y ruda,  dentro de su teja,
 y en el apero,  con la mula y las cabras. 
 
Sus infusiones de hierbas fueron la medicina de mi infancia. ¿Qué clase de mujer sería yo si no homenajeara a mi abuela? ¿Qué clase de vida tendría si no mantuviera vivo su ritual detenido y silencioso de agüita guisada?
 
Caro Pérez García
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