La Pensión. Foto: Juan FERRERA GIL
“Los días que estuve alojado en la Pensión “El Puerto”, en la parte vieja de la ciudad costera, realmente fueron distintos; únicos en su osadía silente. El teléfono no sonaba (sólo había uno en recepción, si es que así puede llamarse aquel habitáculo que frecuentaría tantas veces años después): era el tiempo de las cabinas telefónicas y el cambio de moneda ni se verificaba en el horizonte; los días contaban los barcos pesqueros cuando salían a la mar y yo, antes de perpetrar el atentado, si la cosa no se torcía y se anulaba en el último momento, paseaba como quien vive apaciblemente la existencia, donde mi natural iracundia parecía haber pasado a mejor vida.
Pero nunca fue así. Llevaba tanto odio escondido que los años que pené, posteriormente, en la cárcel, además de destrozarme por mi poca cabeza de juventud, no sirvieron para controlar mi reprimida violencia antojadiza: creía estar (ser y vivir) en una guerra contra el Estado, siempre opresor, y consideraba que la razón estaba de mi parte. Para cuando quise darme cuenta, había pasado treinta años en varios centros penitenciarios del país con el fin de alcanzar, después, la absoluta y terrible nada. Nada. ¡Nada! Ni fui héroe, ni logré encauzar mi existencia porque los achaques llegaron en cuanto cumplí los cincuenta y cinco, en el mismo momento de pisar la calle.
Así que cuando regresé a la vieja pensión, que todavía sobrevivía en el casco antiguo, totalmente renovada y con clientela mayormente juvenil y surfera, tan distinta a la de entonces, no solo había cambiado el entorno, sino que ni siquiera los terroristas que fuimos logramos entendernos o explicarnos: la sociedad, para bien o para mal, vaya usted a saber, ya no era la misma. Y, sobre todo, nos había olvidado (si es que alguna vez fuimos recordados). Lo cierto es que los jefes de la organización, como la llamábamos, nos mentían mucho. Muchísimo. Y, nosotros, cual soldados incomprendidos y anónimos, en aquel tiempo turbulento de días grises y aciagos, nos creímos todo. Realmente fuimos unos zoquetes por haberles entregado, acaso regalado, una (mi) vida entera. A estas alturas, ya ni sé qué pensar. Ahora me dedico a leer, sobre todo, ficción: no soporto los ensayos de economía y sociedad, tan frecuentes entonces. Bueno, antes se decían tantas cosas que nunca llegábamos a asimilarlas del todo.
Después de aquel atentado, sí, yo también tengo delitos de sangre, me vacié completamente. Para cuando fui detenido, dos meses después, mientras compraba el periódico en un kiosko callejero y esquinado, ya tenía mis dudas, pero la verborrea terrorista todavía imponía lo suyo. Y continuó en prisión, anhelando un cambio que nunca llegaría. Sí, ya lo sé, fui un cobarde: nunca dije nada en aquel momento: siempre pensé que todo se superaría en apenas dos o tres años, como mucho, cinco; pero no fue así. Me engañaron, nos engañaron, por activa y por pasiva y pasé treinta años de mi vida, de mi única vida, entre rejas, donde la libertad apenas era una especie de cielo nublado que, en el reducido patio, al elevar la mirada, divisaba: siempre sentí que contemplaba un cielo más imaginado que real. Sin embargo, no sé cómo pude aguantar tanto tiempo. Tanto tiempo entregado a un ente cambiante, irreal, violento y mafioso. Sí, mafioso. Ahora puedo decir lo que nunca dije; de cualquier manera, muchos de aquellos que nos dirigían, que se presentaban ante nosotros con una aureola de lucha constante y sangrienta, no quedaba otra, ya no viven o son muy viejos. Por eso, cuando ha pasado el tiempo, y el dolor provocado, he sentido que mi vida ha sido una mierda auténtica: que desprende mal olor desde una secta violenta y miedosa. Porque teníamos miedo. Y mucho. Solo así pudimos aguantar lo que aguantamos, las presiones que recibimos a través de las clandestinas cartas, sin olvidar los palos que soportamos cuando detenidos fuimos. Hoy todo eso parece no importar. Y las nuevas y jóvenes adhesiones a la causa terrorista han cambiado tanto que la gente de ahora ya ni siquiera nos conoce: el cambio generacional es una verdad irrefutable. Y, menos aún, nos valora. Claro ya no pertenezco a la organización. El otro día, antes de alojarme de nuevo en la Pensión “El Puerto”, me propusieron ir en las listas de concejales, pero ya no estoy para esos trotes. Así se los dije.
Aquí, en esta pensión, me han ofrecido ser recepcionista de noche. Y he aceptado: me viene bien dormir de día y trabajar en las horas negras y oscuras, donde la única compañía es el transistor, que actúa de faro: así podré sobrellevar esta vida que escondo a los demás; por eso la noche me resulta más grata y agradable: mucha menos gente con la que dar. Ya no hay pescadores; el pequeño puerto se ha convertido en un muelle deportivo y la ciudad ha crecido tanto que, últimamente, el turismo se está dejando notar al tiempo que combina la presencia de muchos camareros emigrantes en los bares de siempre. Para mí que tiene la ciudad un aire de Niza de principios del XX. En fin, cosas mías: deben ser de mis lecturas”.
(…)
Juan FERRERA GIL
































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