Microrrelatos. Nubes de cuello alto

Una  apacible sonrisa se dibujó en el acto en la mirada de él. La misma que ella le devolvió cuando, sin dejar de mirarla, lo vio asentir con la cabeza.

Quico Espino Lunes, 09 de Octubre de 2023 Tiempo de lectura:
Nubes de cuello alto. Quico EspinoNubes de cuello alto. Quico Espino

En recuerdo de doña Áurea Aguiar González
 
Cuando la vio por primera vez, ella estaba de pie junto al muro de la playa, mirando al mar, abstraída, como si estuviera en otro mundo. Él iba acompañado por uno de los hijos de ella, el cual ya le había dicho que su madre escribía, leía muchísimo, confeccionaba cuadros con bordados que hacía ella misma y, además, era una pescadora nata.
 
-Mira, Mami, te presento a un amigo que también escribe.
 
Se cogieron afecto. Él, que era muy atento con ella, que la veía como una segunda madre, notaba cómo la trataban los hijos y las hijas, sus nietas y nietos,  las amigas y amigos que tenía, que eran un montón, y oía que todos la llamaban Mami, como si ese fuera su nombre propio.
 
Poco después, un día que ella lo invitó a entrar en su casa, de regreso del muelle donde había estado pescando, él vio un montón de cuartillas escritas, papeles de todo tipo, folios, hojas de libreta, comandas de bares…, y en uno de ellos leyó lo siguiente:
 
“No me canso de mirar esas nubes. Diferentes colores, diferentes formas. Se empujan unas a otras. No paran de moverse y a veces se van difuminando hasta que se pierden en el espacio. Parecen nubes nómadas, pero, en realidad, se quedan en el camino. No verán otros cielos, aunque tienen el cuello alto”.
 
También leyó, mientras ella arreglaba el pescado, un poema dedicado a la mar y a  la luna enamorada:
 
“La luna ama a la mar. 
Son largos besos sus reflejos en el agua.
La mar ama a la arena;
va subiendo y sus caricias la humedecen. 
La cuida, la mima. 
Encaje de azahares dejan las olas en la orilla”.
 
Encantado, él la miró y le dijo:
 
-Mire, doña Áurea. Si usted quiere, yo le paso esas cuartillas a ordenador y se las traigo ya impresas. Me complacería mucho hacerle ese favor.
 
Fue ella quien lo miró entonces. Luego, con una sonrisa un tanto vivaracha, puntualizó:
 
-Con dos condiciones.
 
Él, un tanto sorprendido, preguntó: ¿cuáles? 
 
-Que me llames Mami y me trates de tú.
 
Una  apacible sonrisa se dibujó en el acto en la mirada de él. La misma que ella le devolvió cuando, sin dejar de mirarla, lo vio asentir con la cabeza. Una sonrisa que marcó el inicio de una hermosa amistad, de las que quedan en el aire y no mueren jamás, con la literatura siempre en andas y el cariño que se tenían bien enraizado en sus corazones.
 
Texto y foto: Quico Espino
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