Cuento marinero

Durante algunos años, en el mes de diciembre, pasaba una corta temporada en un pequeño pueblo pesquero, llamado El Puertito. Situado en Jandía, es un maravilloso y paradisíaco lugar de Fuerteventura.

 

De día no deja de ser el típico sitio turístico de siempre, con el ir y venir de visitantes llamados a disfrutar de sus calas, o de su atardecer maravilloso, que te envuelve en un halo de extraña melancolía.

 

Pero al llegar la noche, como por arte de magia, todo cambia y se convierte en un auténtico pueblo pesquero. Los que de día eran restaurantes ahora son tabernas de barquero, con su ambiente cargado de olor a salitre y sudor, que llena de un vaho espeso sus ventanas, impolutas por la mañana.

 

Tengo que admitir que me costó mucho tiempo que me aceptaran en sus vidas e integrarme, ya que suelen ser muy cautos y recelosos con su mundo, pero, poco a poco, me gané la confianza de uno de ellos, un señor mayor, de cara sonrojada y curtida, que me contaba historias y leyendas del lugar, y me hacía sentir como uno de ellos.

 

Una noche, mi amigo me comentó que tenía que madrugar para "elevar unas nasas". El momento, y la carga de rones, no me dejó pensar con claridad, así que le dije que le acompañaba.

 

Tremendo error, ya que, sin darme cuenta, me vi montado en una pequeña barquilla de uno diez metros de largo por casi dos de ancho. La costa fue desapareciendo de mi vista, y el frío era tan intenso que no podía controlar mi mandíbula.

 

Mi amigo parecía más plantígrado que humano, caminando por el borde del barco como si tuviera ventosas.

 

Y así pasamos las horas, muy duras e irrepetibles, por supuesto.

 

A la vuelta, casi a mediodía, tuve que venir de pié, porque mis nalgas no soportaban más la madera dura y ensalitrada que sirve de asiento.

 

Todo ese tiempo, lo pasé pensando, y diciéndome: “Como alguien me diga que el pescado está caro, le replicaré a gritos: ¡pues vaya usted a buscarlo, amigo!”