“Desde que llegó el invierno, no podía soportar aquel frío tan intenso y la dichosa humedad de las noches de enero y febrero: el tiempo me ponía de tan mal humor que acabé con ella sin miramiento alguno.
Además de estúpida, tocapelotas acomplejada y profesional, con gafas de culo botella, escondía una belleza peculiar que la presentaba como si diferente fuera. Y yo no estaba dispuesto a aguantar más. Una tarde fría de enero, cuando salía de la costura en la calle más pendiente de la ciudad, la invité a mi casa. Y allí, después de besarla (es un decir), le regalé un enorme y sonoro cachetón que se perdió en las escaleras de la azotea y, en la tranquilidad de la noche sin estrellas, la convertí en pedacitos irreconocibles. A la una en punto de la recién estrenada madrugada logré, por fin, acostarme.
Entonces, cuando empezaba a soñar que era Dios, sonó el timbre de la entrada acompañado de enérgicos golpes.”

































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