El espejo. Juan FERRERA GILCuando el suelo del parque, por ejemplo, se convierte en un espejo, es señal de que el invierno y la lluvia son la misma cosa: parecen gemelos eternamente entrelazados.
Y gracias a ese milagro cotidiano y natural nos cercioramos de que los árboles siempre han estado en el parque, pero en los que ni siquiera habíamos llegado a fijarnos debidamente. Por eso el suelo espejea. Y juega con nosotros no solo para esquivar el piso mojado y cubierto de charcos, sino que, además, intenta que enfoquemos la mirada al sitio exacto donde la sinceridad se convierte en cotidiana.
Y todo sucede en silencio.
Porque aquella mañana en Teror nos trajo la lentitud de los días grises y fríos que proyectan emociones al alcance de la mano. Debe ser que estamos tan enfrascados en otros asuntos que incapaces nos mostramos de admirar lo que la Naturaleza nos ofrece: el espejo nuevo y recurrente de un suelo que se abre hacia el cielo, aunque éste resulte gris y olvidadizo.
Solo la pachorra isleña de aquel instante, antes del cortado que nos reconfortaría en la mañana gris y llena de celajes, que tendía a despejarse paulatinamente, como queriendo abrir su corazón luminoso, llenó de calidez nuestra existencia.
Y ha bastado solo con mirar con la debida atención.
Con detenimiento.
Que no es poco.
Juan FERRERA GIL

































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