Los inútiles lutos de antes
Los inútiles lutos de antes. Ilustración de Juana Moreno Molina¡Cuánto daño hicieron aquellos lutos! Duraban según la proximidad del parentesco. No se salía a fiestas, el atuendo tenía que ser de color negro de arriba abajo, descartado oír música y cantar, y había que rezar el Rosario todas las tardes para ayudar al tránsito satisfactorio del alma del difunto.
Pero lo más triste e injusto era que sólo lo sufrían las mujeres. El luto para los hombres bastaba con un brazalete en la manga, un crespón o un botón en el ojal de la chaqueta, y la corbata negra. Todo esto era suficiente para demostrar el dolor por la pérdida, o como se decía: guardar el luto. Por lo demás, libres como el viento.
El siguiente relato es una muestra de aquellos tiempos en los que la sociedad imponía a las mujeres unas normas de conducta y las condenaba si osaban salirse de ellas:
Salieron de casa alborotadas, llamándose unas a otras, mientras su madre, en la puerta, vestida toda de negro, con el pañuelo amarrado al quejo, las veía marchar, no sin las recomendaciones de siempre: ¡No vengan tarde!, ¡tengan cuidado con las pequeñas! , y ellas: ¡que sí, madre, quédese tranquila!
Las cinco hermanas, compuestas con sus mejores galas, bajaban la calle entre charlas y risas, cogidas del brazo, abarcando toda la calle a lo ancho. Eran como cinco rosas, la mayor de veinte años, la más chica de quince. Todo era frescura y belleza juvenil en sus lindas caras enmarcadas por rizos, producto de los innumerables lazos de papelillo que la noche anterior soportaban en sus cabezas, y con qué gracia lucían aquellos trajes vaporosos con anchos cinturones que conjuntaban con zapatos de plataforma. Eran la admiración de la gente al verlas pasar; desde la cantina salían a piropearlas, sin finura, algunos muchachos hartos de ron.
Ellas, muy dignas seguían su camino rumbo a la plaza sin hacer caso, como las aleccionara su madre. Iban a la verbena, la primera que se gozarían después de los largos lutos, que, gracias a Dios, había terminado para ellas ese año.
Era la primera vez que las más jóvenes iban a un baile y estaban nerviosas, pues apenas sabían dar dos pasos. Todo era nuevo para ellas, no así para las mayores que tenían pretendientes y esperaban encontrarse con ellos después de tanto tiempo sin poder salir.
Antes de llegar, subiendo la calle Larga, ya estaban oyendo los sones de pasodobles y un bolero de Antonio Machín, el mismo que cantaron en casa, muy bajito, durante el largo luto.
Mientras tanto, la madre, mujer joven aún, entró en la casa preocupada por sus hijas. Ella no debía salir a fiestas, ni siquiera para acompañar y vigilar a sus hijas en la verbena, pues su marido había muerto hacia tres años y aún le quedaban dos años más de luto. Se quedó en el patio paseando entre las macetas, muy inquieta. No le parecía bien que sus niñas fueran solas a los bailes, ella tendría que haberlas acompañado, pero eso era imposible, la señalarían con el dedo. Luego se encaminó a su habitación y, sin idea fija, abrió el ropero acariciando sus vestidos de soltera y aquel sombrerito tan mono, mientras pensaba si le serviría todavía.
Una vez en la plaza, las cinco jóvenes, sentadas en un banco, miraban a las parejas danzar, pero a ellas, aún, ningún galán se les acercaba. Los que interesaban a las mayores estaban fuera de la plaza, observando, embobados, a una mujer elegantemente ataviada de ropa colorida, de hermosa silueta, que llevaba un sombrero de ala ancha con rosas artificiales, de donde pendía un tenue velo que le cubría la cara. Muchos hombres se paraban al verla y algunos jóvenes osaron acercarse para invitarla a bailar. Ella los rehusaba educadamente y seguía paseando por fuera de la plaza, mirando de vez en cuando hacia dentro, pero sin atreverse a entrar. Algunas mujeres, torciendo el gesto, criticaban el sombrero pasado de moda que lucía, sin poder disimular las ganas de saber quién era.
Las chicas, aburridas, se marcharon alicaídas para su casa, una vez terminado el baile, que no fue tan divertido como habían pensado; Los chicos las habían ignorado, pendientes de aquella dichosa mujer.
Al llegar a su casa, su madre no estaba. Pensaron que estaría en casa de la vecina, lo cual era extraño a aquellas horas de la noche, pero no le dieron más importancia y se acostaron a dormir. Al cabo de un rato, desde sus camas, oyeron que la madre entraba cautelosa y, ¡qué raro!, también escucharon la voz de un hombre que la acompañaba.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
































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