Un buen puñao de millo,
un manojito de alfálfara,
yerba fresca de los campos,
las cáscaras de las papas,
pencas tiernas de tunera,
que quita a la leche grasa,
y afrecho de vez en cuando,
bien amasao con agua.
Es el menú de las cabras, dijo la madre, que aprendió la palabra “menú” en el restaurante Costa Aérea, en Las Majoreras, a donde la llevó un fin de semana uno de sus hijos, el que trabajaba de camarero en el aeropuerto y al que le habían dado quinientas pesetas de propina.
-Lo primero es el millo y después la alfálfara –añadió la madre, que cambiaba a la alfalfa de nombre, y luego les dio a cada uno de sus tres hijos menores una escudilla. A continuación puso el cacharro del gofio en el suelo, sin tapa, con una cuchara de palo blanco dentro, dijo a los niños que se sentaran sobre la tierra e hizo ella lo propio sobre una butaca pequeña, mientras ponía un balde chico de aluminio debajo de la ubre del animal.
Una vez ordeñada la primera cabra, tapó el balde con un paño, se sentó junto a la otra y le dijo al mayor de sus pequeños que acercara la escudilla para llenarla, luego al otro y después al tercero, y, por último, la suya, escurriendo bien las tetas del animal con sus dedos, hasta que no quedara ni una gota de leche en la ubre.
De seguido, todos sentados en el suelo, mirando al cielo, a las montañas y al cercano mar, se pusieron gofio en la leche recién ordeñada, tibiecita, y saborearon la mezcla con suspiros y exclamaciones.
-Mamá, hay un pelo en la leche.
-Pues quítalo, mi niño –replicó la madre, mientras observaba los colores del atardecer y procuraba que sus hijos vieran, con todo lujo de detalles, las figuras que ella veía en las montañas, en las nubes y en el vecino mar: un barco difuminado sobre el azul blancuzco de las olas, un dragón o un caballo desapareciéndose en el inmenso cielo, o una princesa reclinada en la montaña.
Y los niños siempre terminaban viendo todo lo que su madre les indicaba.
Texto: Quico Espino
Imagen del albúm familiar
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