Ilustración: Antonio Juan ValenciaSoy un barranco viejo y cansado que arrastro mi desaliento, dejando que mis recuerdos de tiempos gloriosos afloren cuando la nostalgia me azuza.
Si, fui un barranco grandioso hace ya mucho tiempo. Nací en los Altos, pequeñito e indefenso, alimentado por un naciente. Mis escasas aguas corrían alegremente sobre rocas y guijarros, creando charcos donde las aves calmaban su sed; entre juncos se oían los monótonos cantos de las ranas. Fui creciendo por las frecuentes lluvias y por los barranquillos que me aportaban sus aguas, ansiosos por formar parte de mi corriente. Así me fui haciendo grande y poderoso en mi discurrir.
En los inviernos más propicios, al llegar a la altura de la Vega, mis aguas fluían generosas: mi margen derecho lamía las cuevas de los antiguos; a la izquierda regaba sus huertas y, cuando bajaba menguado mi curso, los fertilizaba con mi cieno sintiéndome tan importante como el Nilo. A lo largo de los años, estas orillas fueron inmensas plantaciones de caña que iban más allá de mis dominios, regadas por ingeniosos sistemas que desviaban parte de mi curso. Yo, generoso, les dejaba hacer.
En un recodo me volvía meandro manso y disfrutaba viendo cómo la gente hacía uso de mis aguas claras. Todo era bullicio de hombres y animales a lo largo de mi recorrido, y yo siempre era el protagonista.
En épocas puntuales me visitaban incontables especies de aves de lindo plumaje, antes de seguir su ruta a otros mundos. Yo les daba vida mientras seguía mi particular viaje, cantarín y jubiloso, al encuentro de mi amada mar, soñando con nuestra unión entre besos salobres y gemidos de rodantes callaos.
Ahora, pasados muchos años, esa misma gente a la que yo regalaba mis virtudes, fueron, poco a poco, robando mi grandeza: confiscando mis aguas a lo largo de mi recorrido; constriñendo mis márgenes, donde ahora se levantan paredones, fincas, casas y esas cintas enormes, negras, que atraviesan mi cauce, con sus ansias de llevar a la gente presurosa no se adónde. Ya no me reconozco. Ahora soy la sombra de lo que fui.
Qué humillación siento cuando las negras nubes se dignan a dejar caer algo de lluvia, y oigo comentarios ofensivos, como que llevo una meadita de gato. Ya nadie se acuerda de cuando arrastraba todo lo que se interponía a mí paso: plataneras, vacas panza arriba, hasta una vasija de baño. Era la admiración de la gente que observaba desde el puente.
Rebajado mi orgullo de gran barranco, aún falta otra humillación: sentir en mis entrañas el discurrir de un río fétido que va a parar a una monstruosa instalación que se interpone en los encuentros con mi amada. Esta mole de cemento no me deja acercarme a ella, aunque sea con la meada de gato. Crece mi angustia cuando oigo a la mar llamándome para que la bese.
Pero, si es verdad que los ciclos se repiten, yo, como barranco que soy, esperaré paciente y volveré algún día a recuperar mi grandeza, arrollando con el ímpetu de mis aguas los obstáculos que impidan mi marcha gloriosa hasta la mar que me espera ansiosa.
Texto: Juana Moreno Molina
Ilustración Antonio Juan Valencia































Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.120