Recuerdos soñados

Quico Espino

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La dimensión onírica nada tiene que ver con la real. Los sueños me hacen pensar a veces que estoy viviendo una existencia paralela que refleja el presente, el pasado e incluso el futuro en un escenario que parece tan actual como la realidad cotidiana.
 
He tenido muchos sueños sobre mi pasado pero nunca había soñado con un pretérito que no formaba parte de mis recuerdos, como me ocurrió una de estas noches veraniegas que me vi, con cinco o seis meses, mamando de la teta de mi madre. Y por si tenía alguna duda de que era yo, en la siguiente escena del sueño mi madre me puso una flor en la mano para que me sacaran una foto, la misma que aparece en el encabezamiento de este relato.
 
Me adelanté unos cuantos años a la era hippy, pues la fotografía es de abril o mayo de 1953, y sólo faltó que mis padres tuvieran nociones de inglés y hubieran escrito “Flower power” en la parte superior o inferior de la instantánea.
 
El sueño, que fue largo, continuó con escenas de las que no tenía recuerdos: me vi pronunciando papá y mamá, ante las miradas atentas y alegres de ellos dos, riéndome como una campanilla, “empenicándome”, aprendiendo a caminar, a decir palabras nuevas, los nombres de mis hermanos, el de un perro que teníamos en casa, y un largo etcétera, hasta que llegué a los cuatro años, de los que sí tengo recuerdos. Entre ellos el fallecimiento de mi abuela materna, en cuya casa vivíamos, y el nacimiento de mi hermano pequeño.
 
Soñé también con el día de mi quinta onomástica (entonces se celebraba el santo, no el cumpleaños) y vi a mi madre comprando  la ropa y los botines que estrené, y que el fotógrafo vino a casa y me sacó la foto en el patio lleno de plantas.
 
 
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Todos los  recuerdos que atesoro de esos años infantiles, que fueron prodigiosos, formaron parte de mi sueño, siempre retozando con mis amigos en la calle (por donde pasaba un coche cada hora), en los andurriales y en los barrancos, bañándonos en los charcos que había dejado la lluvia, cogiendo fruta de los árboles, jugando a piola, a jilo, a calambre, al fincho y a lo que fuera hasta que se hacía de noche. 
 
Pero el sueño se convirtió en pesadilla cuando el cura párroco me obligó a hacer la primera comunión:
 
 
[Img #9288]
 
Tenía seis años y medio. Meses antes, el cura había pasado por la escuela y, después de hacerme varias preguntas, decidió que yo estaba preparado para recibir el cuerpo de Cristo. ¡Miedo me dio! Un miedo que se convirtió en pánico cuando aquel hombre me habló del pecado, de la existencia del infierno y del diablo y, sobre todo, cuando me pegaba bofetadas y cogotazos si me equivocaba con las oraciones que me tenía que aprender.
 
Nunca me olvidaré del “Dios te salve, reina y madre… A ti te llamamos los desesperados hijos de Eva. A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas… Vuelve a nosotros tus ojos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre…
 
Varias veces les dije a mis padres lo mal que lo estaba pasando y lo malo que era el cura párroco, que nos pegaba a todos los niños de manera salvaje si nos equivocábamos, pero ellos ponían gesto de que nada podían hacer. Más adelante comprendí que había topado con la Iglesia, sobre todo con la Iglesia de aquel entonces, cuyo poder no tenía límites. 
 
En la foto de mi primera comunión tengo cara de susto, pues tenía el miedo en el cuerpo. Meses después, el día de san Miguel, que el diablo anda suelto, mi madre me mandó a buscar la leche a la cuadra, que estaba cerca del barranco. Se retrasó el ordeñador de las vacas y se nos hizo la noche allí. Mentalmente dije “coño” varias veces, lo cual era un pecado venial, suficiente para que se apareciera el diablo en la oscuridad. 
 
Asombrado, temeroso, obsesionado, crucé aquellos andurriales sin levantar la vista. Me tropecé entonces en una piedra y me caí hacia delante, derramando parte de la leche. Y cuando alcé la cabeza allí estaba el demonio personificado con los cuernos empitonados y la mirada de fuego. Como una bala corrí hacia mi casa, a donde la lechera llegó casi vacía. Varias veces más lo vi durante mi infancia, hasta que me quité de encima el lastre con el que me marcó aquel cura despótico y sádico.  
 
Y entonces me desperté. Suspiré relajado, pensando que todo había sido un sueño, que llegó a ser pesadilla, pero me alegré al darme cuenta de que ahora tenía más recuerdos de mi niñez, aunque fueran recuerdos soñados.
 
Texto: Quico Espino
Fotografías del album familiar
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