Parir sin porno
Las clases y los talleres de preparación al parto son como la caja donde debía estar vivo y muerto el gato de Schrödinger; yo también creo que me divertiré y me aburriré en la misma sesión y al mismo tiempo. En esta ocasión, no obstante, la música —estratégicamente escogida, por cierto— pronto me relaja y contiene ese insano y recién adquirido hábito por la urgencia. Todo ha de ser ahora porque ahora siempre hay algo más que consumir. La verdad es que he olvidado cómo aburrirme.
No tengo claro, puestos a pensar, si se trata de un taller o de una clase de yoga; desconozco también cuál es el fin concreto de las primeras indicaciones y es más que evidente que ando algo perdido en este nuevo mundo de indicaciones prenatales. Para evitar ser descubierto, sin embargo, me aferro a la cintura de mi pareja mientras lo observo todo como quien trata de evitar un golpe en la manifestación por alguna independencia.
La clase que es casi un taller, o el taller que es casi una clase, transcurre acompañada de una emergente pero tímida complicidad. La temperatura también aumenta y pronto se carga el ambiente de humanidad. Inconvenientes que, aunque soporíferos, no son lo suficientemente protagonistas como para alejarnos de esta intimidad tan compartida. Una de las chicas que dirige la sesión nos habla de la importancia que para una futura madre es la conexión con la naturaleza, es decir, con ese instinto animal que la transporta a su lado más irracional. Nos explica la función de la oxitocina —‘parto rápido’, en griego— y cómo las preguntas de los padres, en mi caso, sacan a la madre de ese estado de trance. «Es como hacer el amor. ¿Verdad que no nos imaginamos una escena de este tipo en la que, constantemente, nos estuviesen dando indicaciones, preguntándonos lo que necesitamos o queriendo saber cuánto nos está gustando? Algo así nos sacaría de ese momento mágico», dice. La analogía me parece perfecta y es por ello por lo que, desde ese instante, me evado, despego, me alejo a otro lugar. Yo creo, aunque no lo digo en ese momento, que se puede hacer el amor, o tener sexo, y recibir indicaciones. Me ha pasado alguna vez. De hecho, la industria del porno está llena de indicaciones y finales felices, si se me permite el eufemismo. No estoy haciendo distinciones, por si alguien lo está pensando, entre hacer el amor y tener sexo; desde el punto de vista animal, quiero pensar, la desconexión es muy similar.
Cuando acaba la clase, las chicas que han organizado esta actividad deciden hacer una puesta en común para favorecer la retroalimentación; yo, que sé en qué orden me tocará intervenir, me debato entre compartir esta observación o dar alguna respuesta cómoda y previsible. Opto por pasar algo de vergüenza y empiezo diciendo que estoy de acuerdo con eso de parir sin porno. El silencio, como era de esperar, se acentúa, y las caras, todas, parecen estar resolviendo una complicada operación matemática. «Me voy a explicar», resuelvo en seguida, y alumbro el recorrido que me ha llevado a tal exclamación; comento que, a tenor de lo vivido y aprendido ese día, todo lo que rompa la conexión de la madre con sus instintos primarios se podría interpretar como pornográfico: «La pornografía del parto», aclaro. Indico que se puede parir con ella, pero que coincido en que la magia está en la simple compañía, en el apoyo mudo y el lenguaje intuitivo de los gestos, de los sonidos, del movimiento. Mi pareja, por si quedara alguna duda, subraya que me gusta escribir.
Javier Estévez | Domingo, 02 de Julio de 2023 a las 09:40:44 horas
Qué bueno leerte, Cristo. ¡Siempre! Me pregunto, a tenor de tu exquisita y exacta exposición (eres un orfebre de la palabra) , si es posible escribir sin porno. Porque (o incluso), ¿no hay cierto onanismo en el arte de escribir?
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