No hace mucho me encontré con un amigo, cuarentón él, al que hacía tiempo que le había perdido la pista. Lo vi un poco desmejorado y, antes de que le preguntara nada, me contó que se había separado de su mujer y que veía a sus hijos sólo una vez a la semana. Eso le llevó a enemistarse con el mundo y con la vida, y todo le parecía una mierda.
-Estuve a punto de volverme loco. De hecho, mi madre, preocupada, me pidió que me sosegara, que tenía cara de desquiciado y que había una cierta locura reflejada en mis ojos.
Yo no vi la mirada extraviada de mi amigo cuando se ofuscó con la idea de que los seres humanos no somos libres, aludiendo al mito de la caverna, la famosa alegoría escrita por Platón. Sugestionado por esa fábula, se internó en una cueva de la costa de Sardina, frente al mar, en la zona a donde no llegan las olas, con una mochila donde llevaba un kilo de manzanas y dos bocadillos de chorizo, una garrafa de seis litros de agua y el móvil. Tres días y tres noches, abstraído, metido en su mundo, en su locura, estuvo mirando para la pared interior de la cueva, sin volver la cara al mar ni un instante.
En su ensimismamiento, me contó, llegó a sentir que estaba encadenado. Añadió que, mientras le duró la batería del móvil, encendía la linterna para ver su sombra reflejada en la pared de la cueva, convencido de que era su sombra, y no él, lo verdaderamente real.
Afortunadamente, terminando la tercera noche, el estampido de una ola contra los riscos lo sacó de su abstracción y, al volverse, se encontró con la luna llena que se estaba poniendo. Entonces salió al exterior de la cueva y alzó los brazos al cielo.
Lo que sucedió luego, aunque denotaba que aún seguía estando un tanto perturbado, me pareció que rebosaba poesía. Según él, que remedó inconscientemente a Lole y Manuel, las olas le trajeron el rumor de que la luna le había dicho al mar que le prestara su espejo verde porque se quería peinar, pero quería hacerlo, caprichosa ella, mirándose en el charco de la cueva en la que él se encontraba.
Se emocionó mi amigo con el susurro de las olas y entonces llamó a la luna. Le gritó que él tenía un peine de coral, color esmeralda, para que ella se escarmenara su pelo dorado y, además, le recitó, adaptada, una estrofa del Romance de la luna, luna, de Lorca:
Oye, luna, luna, luna.
Si te peinas en el charco,
yo haré de tu corazón
collares y anillos blancos.
Le di un abrazo a mi amigo cuando terminó de contarme el lance por el que había pasado. Ya se encontraba bien, aunque seguía echando de menos a su familia, y, para celebrarlo, le dije, a modo de pregunta, dándole un nombre nuevo a la cueva: ¿Vamos a darnos un baño a la Cueva de la luna?
Texto: Quico Espino
Foto composición: Ignacio A. Roque Lugo
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