En un minuto el sol habrá hecho visible las puntas de las coníferas que delatan el cuérnago del río. Después, insaciable, irá devorando las sombras que aún cubren el heno, cientos de veces pisoteado, hasta que la impetuosa luz alcance los lejanos almiares de la llanura.
En la zanja los hombres se ajustan los barboquejos, saboreando con lengua de estopa el miedo, que tiene sabor a moneda de cobre. Se escucha el silbato del oficial y la trinchera se desborda. Uno de los últimos voluntarios en salir no puede evitar el recuerdo de la barraca de feria y las hileras de palillos contra el paredón de chapa, mientras las carabinas de aire comprimido de los muchachos del pueblo les apuntaban.
Esta tarde ninguno ha regresado para oír el canto de las chicharras.
Eulalio J. Sosa Guillén
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