Érase una vez un banco largo, de hormigón, adosado a un muro que miraba al mar, donde solía sentarse la gente para charlar, para tomarse la caña fresca que pedían en La Cueva o el perrito caliente que le servían en el Invítame, y que disponía además de un asiento en la parte superior (al estilo de las antiguas ventanas canarias), el cual era muy solicitado porque tenía una vista panorámica: tanto se podía ver la playa, el cielo, el Teide, las puestas de sol… como saludar a quienes bajaban o subían por el otro lado de la calle, al tiempo que se disfrutaba de un buen vino, como es el caso del sonriente caballero que aparece en la foto y que parece haberse subido en un tobogán.
 
-Pues vale. Quedamos en el banco de la avenida. A eso de las siete y media, que ya ha refrescado –se decían por teléfono las amigas que gustaban de sentarse allí un rato y luego se iban a dar un agradable paseo mirando al mar y oyendo el rumor de las olas, a esa hora mágica que ni es de día ni es de noche, para disfrutar del prodigio del crepúsculo. 
 
Resultaba muy placentera la imagen de la gente allí sentada, charlando animadamente, risueña la mayoría, disfrutando de un refresco o de una hamburguesa, un vino o una cerveza, sobre todo a la hora del ocaso, cuando todos volvían la cabeza para ver al sol poniéndose. Había una cierta magia en el ambiente.
 
Pero un día llegó un tractor, de esos con pala, como un monstruo destructor, y se llevó por delante el banco de la avenida, y todas las historias que el banco guardaba, para poner una insulsa valla de metal que rompió el encanto del lugar.
El encanto y la magia que había en el aire.
 
Y colorín colorado…
 
Texto: Quico Espino.
Foto: Marcelo González Pérez
 
   
	    
    
    
	
                                                                                                
    
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