Jacarandas con mojo picón

Quico Espino

Foto: Ignacio A. Roque LugoFoto: Ignacio A. Roque Lugo

Siempre me ha resultado llamativo escuchar la risa de la gente que se ríe de tal forma que parece que le sale más del estómago que de la garganta y que se contagia con facilidad. De hecho suelo contar chistes a personas que se ríen de esa manera por egoísmo, porque así me río yo también un rato, algo que llevo haciendo desde hace mucho tiempo y que empezó a gestarse en mi pre adolescencia, que fue cuando escuché ese tipo de risa por primera vez.
 
Estábamos en El Zumacal, en Valleseco, sentados bajo una jacaranda, a punto de empezar a almorzar. Nos encontrábamos en el pequeño jardín de la casa de un amigo de mi padre, también pirata, que nos había invitado a pasar un fin de semana allí, en plena primavera. Era espectacular la eclosión de plantas y flores.
 
 Lo más lejos que yo había ido hasta entonces, con doce años, era a Las Palmas, que le decíamos la capital, y me resultó novedosa la excursión desde Ingenio hasta Valleseco, echando por Aguatona para llegar a Telde, curvas y más curvas, y de allí a Valsequillo, San Mateo, y venga más y más curvas y tramos sin asfaltar, hasta llegar a nuestro destino. Cuatro horas de coche.
 
Mi padre conducía un pirata, un taxi de la época, un Peugeot familiar arrendado, y mi madre, que iba de copiloto, repitió no sé ni cuántas veces lo verde y florido que estaba el campo por todas partes. Nombró las retamas amarillas, las flores de mayo, madroños, tajinastes, pensamientos, claveles, pastelitos de risco… e hizo comparaciones con mariposas, pajarillos, conejitos…
 
Éramos diez los comensales, entre una familia y la otra, sentados bajo la jacaranda. Mi madre había hecho ropa vieja para un batallón y el amigo de mi padre, un buen cocinero, había preparado carajacas con un adobo picante y cuando las estaba friendo salía de la cocina el aroma de los ajos, el comino, el pimentón dulce, el aceite de oliva y la pimienta de la puta la madre.
 
¡Oh!, decía mi madre, relamiéndose. Y justo empezábamos a comer cuando apareció la hermana de la anfitriona y, tras los consabidos saludos, mi padre, saboreando las carajacas, le dijo: 
 
-Siéntese con nosotros, cristiana, pa que pruebe las jacarandas con mojo picón, que están riquísimas.
 
¡Para qué fue aquello! ¡Mi madre! Sorprendida de entrada, porque la cogió de sopetón, cuando se dio cuenta del error de mi padre, la mujer empezó a reírse de tal manera, una carcajada que le salía del alma, que, de inmediato, nos contagió a todos. Se nos saltaban las lágrimas de tanto reírnos y mi madre tuvo que ir corriendo al baño para no orinarse delante de los demás.
 
La risa nos puso de buen humor y, como sabañones, devoramos la ropa vieja, las carajacas con mojo picón, regadas de vino tinto y refrescos, más queque casero y dulces de postre, un verdadero banquete, y allí estuvimos a gusto, los mayores sentados, de cháchara, los chiquillos jugando y subiéndonos a las ramas de la jacaranda, todos en perfecta armonía, hasta que el sol empezó a declinar. Fue sensacional el crepúsculo que nos gozamos:
 
[Img #8495]
 

Para repetir, le dijo mi padre a su amigo, ambos embriagados de vino  y alegría. Y tanto, refrendó la anfitriona, mirando para su hermana y para mi madre, embelesadas las tres, aún con la sonrisa en los labios, mientras contemplaban los colores del ocaso, en medio de la algarabía que formábamos los chiquillos jugando. 

 

Nunca olvidaré aquel día tan placentero. Me lo recuerdan con cierta frecuencia algunas personas, amigas, amigos y otra gente conocida que tienen esa risa tan espontánea y peculiar que parece emanar de la parte más recóndita de sus entrañas.

Texto: Quico Espino

Fotos: Ignacio A. Roque Lugo

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