
Aquel sábado, después de la “tarosada” helada de la madrugada, se despertó lluvioso, gris, neblinoso y con la sensación de que el invierno, por fin, había llegado: el frío parecía anunciar los cercanos meses de enero y febrero, tan significativos; por la tarde, siguió encapotado el cielo con nubes amenazantes sin agua: la ciudad norteña había vuelto a recuperar su esencia.
Todo cambió veinticuatro horas más tarde: aquel domingo de otoño, de principios de diciembre, se levantó azul, con nubes salteadas, leves y blancas, donde el sol calentaba delicadamente, como si fuera una caricia, y a la fresca sombra reinaba el ambiente que cada vez se iba asentando en la ciudad. Sin embargo, “después de la lluvia”, surgió el renacimiento: las fachadas lucían más blancas que, en perfecto contraste con la piedra azul de cantería, no solo las resaltaban, sino que nuevas se presentaban en aquel mes navideño “de eterna primavera”, donde la luz se renovaba, como si la tranquilidad matutina poseyera el don de apoderarse de lo esencial de la existencia.
Nos devolvió aquel día luminoso los recuerdos olvidados, las miradas ansiosas y perturbadoras de la adolescencia, que se presentaban impregnadas de distintos colores, como si una acuarela fuera; y, también, los ojos, por fin, dejaron de interpretar los celajes, tan recurrentes en cuanto nos sentábamos en un banco de la plaza para ver sin ver y mirar sin mirar, al tiempo que descubríamos el valor afinado de la sombra proyectada en los viejos adoquines: al parar y descansar, sentimos que todo se detiene, menos la mirada, que sigue su sendero como si acabara de iniciar la lectura silenciosa de la penúltima novela.
Sí, “después de la lluvia”, la vida retornaba como la apacible travesía de un crucero tras superar el adverso oleaje. Esa velocidad, suave y recurrentemente monótona, nos regaló los paisajes del viejo paseo, los adoquines lisos de tantas pisadas y los olores de la dulcería que cada tarde de domingo vaciaba los estantes de su mostrador, alto y de madera limpia. Y también percibimos el aburrimiento de la primera juventud en la que solo la radio musical de los domingos (cortesía de Bazar Nueva York, como casi siempre) se había convertido en fiel compañera, donde los aires de la tierra empezaban a renovarse con nuevas interpretaciones y grupos que superaban en calidad al consabido y encorsetado esquema institucional de entonces, en el que la dictadura había metido sus garras y soliviantaba, adulterándolas a la vez, las esencias isleñas.
Sí, “después de la lluvia”, la evidente transformación se verificó: la luna mudó de sitio, el viento de la esquina se diluyó en el cambio climático y la azulada iglesia no terminaba de reparar los pináculos que adornaban sus delgadas torres.
Ya se sabe: lo que queda después de la tormenta: volver a empezar!!
Juan FERRERA GIL
































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