En mi calle había un molino

Juana Moreno Molina

Ilustración de Juana Moreno MolinaIlustración de Juana Moreno Molina

Año 1950. Gáldar, un pueblo antiguo de calles empedradas y adoquinadas, en las que se 
alternan viejas casas de tejas a dos aguas, de puertas tachonadas, con construcciones más modernas, pero deslucidas. Era la posguerra y no había ganas ni cuartos para remozar ni una ni otra. En aquellas calles, los lluviosos inviernos hacían surgir el césped entre los callaos que nos servía para los huertecitos de nuestro Belén.
 
Cuando funcionaba la Planta Eléctrica, (no siempre lo hacía) los puntos de luz mortecina que alumbraba las esquinas por la noche, parpadeaban creando sombras que inspiraban miedos e inseguridades, siendo una de las razones para recogerse al toque de Oración. 
 
A pesar del desaliento que se respiraba en el pueblo por la aún no olvidada Guerra Civil, la gente iba retomando la rutina cotidiana para dar sentido a su existencia: los niños a la escuela, los artesanos a su labor y el molinero de mi calle afanado en moler el grano para que nadie, por muy pobre que fuera, no tuviera vacío el cacharro del gofio en su mesa.
 
Las vecinas de nuestra calle, El Moral, típica calle de callaos y casas de tejas, procuraban barrer cada una su parte, lo hacían casi siempre los lunes desde temprano. ¡Cómo me gustaba oír el ras ras de las escobas de palma por la mañanita! 
 
En una de las esquinas, frente a mi casa, recuerdo que estaba el molino, moliendo día y noche en temporada de recogida del millo que, después de desgranado y tostado tocaba convertirlo en contundente alimento. Los vecinos nos llegamos a acostumbrar al sonsonete que hacían los motores del molino, pero, ¡que noches más largas cuando no molía! Se echaba de menos aquel arrullo para poder dormir. 
 
Aún tengo en el recuerdo el aroma de la molienda que se expandía por toda la calle y el susto que nos daba el molinero cuando salía un rato a la calle a fumarse un cigarro. Parecía un ser irreal todo cubierto de fino y dorado polvillo.
 
El trasiego de burros y caballos llevando el millo a moler era constante el fin de semana, dejando la calle, como se puede suponer, llena de cagajones por doquier. Las vecinas, cuando tocaba barrer, procuraban hacer varios montoncitos para que Celedonia, una anciana del barrio de La Audiencia, los fuera recogiendo en el saco de arpillera que siempre llevaba para ese menester; buen abono para su huerta de verduras y para la parra de uvas moscatel, gordas y negras, que ella nos vendía en verano. 
 
Vestía Celedonia un vestido hasta los pies, negro-rucio, y pañuelo atado al quejo del mismo desvaído color, destacando en su arrugada cara de boca sin dientes, unos bondadosos ojos. Iba siempre descalza, sus pies eran anchos y grandes. La chiquillería de la calle la queríamos mucho y siempre le pedíamos que nos dijera versos, que ella, solícita, improvisa sobre la marcha, según nuestros nombres, sin dejar de llenar el saco de estiércol. También recitaba largos poemas que la gente escuchaba atenta. Hoy en día me recuerda a La Perejila pero sin la intención mordaz e hiriente de ésta. Tengo en la memoria el que me dedicó a mí. Yo tenía siete años y no me gustaba nada que me dijeran pecosa: 
 
Si te llamas Juanita 
con pecas en la cara,
 no te creas fea ni rara
Creo que serás bonita.
 
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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