Microrrelatos: "Modesto, un hombre tranquilo"

Me llamo Modesto Tranquilo Campiña. Nací en la calle Miguel de Cervantes, al lado de la casa de la madre de mi madre, una pequeña vivienda situada en mitad de un prado...

Josefa Molina Lunes, 22 de Mayo de 2023 Tiempo de lectura:
Modesto el tranquilo. Eugenio AguiarModesto el tranquilo. Eugenio Aguiar

Me llamo Modesto Tranquilo Campiña. Nací en la calle Miguel de Cervantes, al lado de la casa de la madre de mi madre, una pequeña vivienda situada en mitad de un prado, en un pueblo perdido de la sierra, a unos 80 kilómetros de la capital.

 

Desde que me caí jugando con el agua que bajaba por el barranco con siete años y casi me mato, supe que aquel no era mi lugar. Estuve agarrado a un tronco durante casi una hora hasta que mi madre notó mi ausencia y me fue a buscar. Ese día aprendí que, ante las situaciones dramáticas, hay que mantener siempre la tranquilidad si quieres sobrevivir.

 

Cuando me sacaron del agua, estaba a punto de la hipotermia. Me llevaron al hospital en la capital, tumbado en la parte trasera de la furgoneta de mi padre. Estaba medio inconsciente. Después de unos días en el hospital, mi madre casi entra en shock, no por mí, sino por ella. Apenas salía del campo y la ciudad le venía grande. Siempre fue una mujer de alma triste. Pero para mí fue como volver a vivir. El bullicio, las calles llenas de gente, la vida activa. Desde el primer momento, me encontré a gusto rodeado de tanta gente. Gracias al accidente, descubrí que no tenía nada que ver con el monte.

 

Por eso, cuando cumplí los dieciséis, me fui a probar suerte en la ciudad. Nada más llegar comencé a estudiar en una academia que podía pagar gracias al trabajo de fregaplatos que me buscó mi madre en el bar de mi tío. Sabía que con calma y dedicándole el tiempo necesario, lograría acabar mis estudios. Varios meses después y con el diploma bajo el brazo, busqué empleo. Enseguida me coloqué como administrativo en un pequeño despacho de abogados.

 

A mí nunca me ha interesado la vida de la gente, la verdad; siempre he sido un hombre prudente, cauto y nada curioso, pero cuando Marta solicitó los servicios de un abogado para que le llevara el divorcio, nos gustamos enseguida. En apenas semanas, comenzamos a salir.

 

Al principio nos fue bien, nos divertíamos mucho yendo al cine y a bailar los fines de semana. Pocos meses más tarde, ya vivíamos juntos y estábamos tan bien que un mal día me dio por pensar que podríamos llegar más allá, incluso a casarnos, así que la llevé al campo para que conociera a mi madre. Fue una de esas visitas que hacía de vez en cuando quería comprobar como andaba la vieja. Unas visitas rápidas porque, normalmente, a las dos o tres horas, ya estaba loco por regresar a la ciudad.

 

Un día Marta empezó con la cantinela de irnos a vivir al campo, con la sonata de cambiar de aires. Al campo, ¿de nuevo? Me considero un hombre razonable y cabal así que le argumenté que tenía un empleo en la ciudad, que el campo estaba bien para pasar unos días de vacaciones, pero que cambiar nuestro ritmo de vida y adaptarse a tanto silencio, podría ser complicado, al menos para mí.

 

En esa estábamos cuando me despidieron de mi puesto de administrativo y se me acabaron los argumentos. Sin dinero para afrontar un alquiler en la ciudad, terminamos alquilando una casa en el campo.

 

Quien me conoce sabe que soy un hombre tranquilo, el más tranquilo del mundo, nunca me altero por nada y soy muy paciente; es más, creo que hago correcto uso del nombre elegido para mí por mi madre. Y gracias a esas cualidades, aguanté casi diez meses en el campo.

 

Una mañana me levanté, preparé pacientemente café para Marta y para mí, le añadí tranquilamente unos cuantos somníferos al de ella y se lo llevé a la cama. Dormía como un tronco cuando el salón comenzó a arder.

 

Desde entonces vivo tranquilo en la ciudad. Desde mi ventana no es que tenga precisamente las mejores vistas pero, cuando sopla el viento del este, mis fosas nasales captan el aire denso y cargado de la fábrica de muebles que está justo a unos kilómetros, y a veces, me llegan los vapores de gasoil requemado de los camiones que circulan por la autovía.

 

Por ahora, viviré aquí unos años. Según mi abogado unos veinte, quince si demuestro buena conducta y me comporto bien. Aunque, bueno, eso no será problema para mí: siempre me he caracterizado por ser un hombre tranquilo y muy paciente.

 

Nota de la autora: este relato está incluido en la obra ‘Gris oscuro tirando a negro’ (Mercurio Editorial) cuya portada está ilustrada con el dibujo a plumilla correspondiente a este texto y realizado por el artista de Guía, Eugenio Aguiar.

 

Texto: Josefa Molina

Ilustración: Eugenio Aguiar

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