Hace ochenta y cuatro años que recibió la postal. Se la envió su marido diciéndole que faltaba poco para que lo mandaran de vuelta a casa, que ya llevaban tres años separados, tres largos años que se hacían cada día más largos.
En el reverso, la postal estaba llena de palabras que manifestaban la ilusión que él sentía pensando en el regreso. “Te quiero un montón, esposa mía, te echo mucho de menos, y no sabes las ganas que tengo de ver a nuestro hijo, que está precioso en la foto que me mandaste, cuando cumplió los dos años. ¡Tanto tiempo, y yo sin verlo!”
Ella tenía dieciséis años y dos meses de embarazo cuando se lo llevaron a la guerra, con todo el dolor de su alma, a matar rojos, le dijeron sin más explicaciones, y, en su última carta, poco después de la postal con el corazón bordado, él le dijo que era un niño cuando lo enrolaron, sólo tenía diecinueve años, y que ahora se sentía como un viejo.
Enmarcada sobre la mesa de noche, la postal con una pareja acaramelada dentro de un corazón bordado le evoca una época lejana, tan remota que la hace pensar que es más vieja que el tiempo, y ella, que pronto cumplirá 103 años y tiene todo su tino, sigue pensando que maldita sea la guerra y que no hay derecho a que se lleven a un hombre porque sí, porque lo deciden otros, igual que se llevan a los animales al matadero.
Y todo por banderas y colores e ideales que los hombres que gobiernan sólo son capaces de dirimir guerreando. “¡Dichosos hombres!”, se dijo. “Si fuéramos nosotras las mujeres las que gobernáramos el mundo, otro gallo nos cantaría”.
Quico Espino
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