Esta es mi nostálgica e inútil opinión sobre la desaparición del Pozo Redondo, o Pozo de las Mujeres de la playa del Agujero, Aguyaren en los tiempos antiguos. Fue el mítico baño ancestral de las féminas que, con el tiempo, se haría común a todos los sexos. Desgraciadamente fue destruido, a pesar de las muchas voces alzadas que hubo en contra, en aras de la modernidad y por el aumento de la población. Su espacio se destinó a la actual piscina, que es tres veces más grande.
El chapoteo en sus aguas fue el disfrute de toda mi generación en la época franquista del guardia con el pito, y gozo también de nuestras madres y abuelas y tatarabuelas, que se bañaban al alba, lejos de las miradas de los hombres. Supongo que sería una costumbre que se quedó en nuestros genes, herencia de los tabúes de purificación post menstrual de nuestras aborígenes.
Recuerdo acompañar varias veces a mi madre a estos baños tempranos junto con otras mujeres. Tendría apenas ocho años. Ella me dejaba ir después de mucho insistir. Yo era una niña muy novelera.
Entre sofocados gritos y risas, las mujeres entraban en el agua tiritando. Sus recatados trajes de baño, que ellas llamaban ropones, no eran tan recatados cuando salían, más bien parecían las chicas de las camisas mojadas, costumbre erótica americana. Era casi como una versión de Las Tres Gracias de Rubens. No les importaba el descoque, pues estaban solas, no había hombres a la vista. Los pescadores se mantenía lejos por respeto.
Más tarde comprendí que reunirse allí, de remojo, además de beneficiarse de las virtudes sanadoras del agua de mar, era una forma de socializarse, disfrutando de sus charlas, teniendo como colofón los copiosos desayunos que cargaban todo el camino para después del baño: una traía tortilla de papas, otra pan recién hecho con chorizo, plátanos, rico turrón de gofio, café con leche calentito del termo y, cómo no, el pisquito de vino dulce para matar el frío.
El disfrute de aquellos madrugadores baños en el Pozo Redondo empezaba desde que salían de casa, por el camino. Era compartir la complicidad de sus existencias como mujeres. Sin maridos, sin novios sin hijos. Y, por unas horas, sin el agobio de las obligaciones.
Siempre me pregunté por qué le llamaban Pozo Redondo a este ingenio natural, ya que era más bien cuadrado. Recuerdo que tenía un agujero en un lateral y que se quedaba completamente vacío en marea baja, con el fondo plagado de erizos, por lo que teníamos que usar alpargatas. Más tarde llegaron las sandalias fisiológicas, las conocidas calamares.
Cuando subía la marea, surgía el agua por la grieta, cual naciente de la cumbre. La nostalgia que siento por El Pozo Redondo la plasmo en estos sencillos versos, cuando corría por Los Lomos, llena de júbilo, para llegar a la mar:
Calzando mis viejas lonas,
donde el dedo asoma ya,
la toalla en bandolera
y un buen membrillo mollar,
los pasos se me aceleran
a ritmo de corazón.
Dejando atrás Las Canteras,
los Llanos de refilón,
noto la sal en la boca
y el olor a tarajal.
Me dicen que ya estoy cerca,
muy cerquita de la mar
calzando mis viejas lonas.
Mi dedo empieza a asomar.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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