Cielos de algodón

Quico Espino

Foto: José María Guerra AguiarFoto: José María Guerra Aguiar

El cielo de Mongolia, un país sin mar, lo sedujo nada más entrar en la estepa, montado, junto a otros viajeros y a un guía que aprendió español en Cuba, en una especie de enorme furgoneta rusa (un todo terreno que más que un cuatro por cuatro parecía un ocho por ocho), a cuyo chófer pidió, por favor, que parara un momento para salir a contemplar aquel mar de nubes esponjosas, que se le antojaban retales de algodón, tanto compactos como difuminados.
 
Apoyado en aquel mamotreto de coche, mi amigo se embelesó mirando el cielo. Cautivado por el entramado de nubes que cubrían el azul celeste, cerró un instante los ojos y se sintió parte del mundo nuevo que había ido a visitar. Un mundo  que de repente dejó de resultarle extraño.
 
Planeando bajo las nubes, un águila graznó, como dándole la bienvenida, y poco después fueron los camellos bramando:
 
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… y los caballos relinchando:
 
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… los que le recibieron. Y él, que tiene una gran imaginación y que le gusta mucho la Historia, se trasladó a principios del siglo XIII y, como una película que pasó ante sus ojos, evocó las hordas de Gengis Kan al galope por la inmensidad de la estepa mongola, y la figura del gran conquistador unificando a todas las tribus del noroeste de Asia y poniendo la ruta de la seda bajo un contexto político cohesivo, para facilitar la comunicación y el comercio entre aquella zona del continente, el mundo musulmán y la Europa cristiana.

 

Los cielos de algodón

 

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… lo acompañaron durante los dieciocho días que estuvo de viaje por Mongolia, salvo cuando fue al desierto del Gobi, con sus dunas gigantes, donde primaba el color dorado de la arena bajo un intenso azul celeste.

 

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Él, que viajó solo, que es muy sociable y comunicativo y que le gusta más un viaje que comer, tuvo la gran suerte de dar con buenos compañeros, de los cuales se hizo amigo con facilidad, sobre todo con la persona con la que tuvo que compartir la yurta:

 

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… una especie de tienda de campaña a la cual llaman ger por aquella zona, y con la que vivió una de las anécdotas más simpáticas del viaje, aunque, de entrada, se llevaron un buen susto: estaban tranquilamente leyendo, sentados en el interior de la yurta, embebidos en la lectura, cuando oyeron un ruido en el exterior y, de repente, asombrados, vieron asomar por la puerta, que no habían cerrado bien, la cabeza de un jak negro y peludo. Dieron tal brinco en el sillón que casi se caen al suelo. Enseguida vino uno de los nómadas mongoles y, entre las risas de unos y otros, se llevó al animal.

 

También llamó la atención de mi amigo encontrar templos perdidos por los valles en medio de la estepa,

 

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… similares a los templos budistas de Nepal o del Tibet, muchos de los cuales fueron destruidos posteriormente.

 

Y tanto él como sus acompañantes se quedaron alucinados cuando llegaron al lago Khovsgol,  al norte del país, frontera con Rusia, no muy lejos del lago Baikal,

 

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… un lugar paradisíaco rodeado por majestuosas montañas, donde hay cuatro islas, y desde donde se puede hacer excursiones para ver renos salvajes. ¡Qué maravilla!, me dijo, y añadió, cosa que fue una sorpresa tanto para él como para mí, que en aquel lago, el mayor de Mongolia, estaba atracado el único barco de la armada mongola.

 

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Y de vuelta a la capital, Ulán Bator, para emprender el vuelo de regreso a Canarias, mi amigo se volvió a sentir embrujado por los cielos de algodón que embellecían el paisaje:

 

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… Un paisaje que se le quedó grabado en la retina y que le hizo pensar que aquel había sido uno de los mejores viajes de su vida, una experiencia que volvería a repetir con los ojos cerrados.

 

Y con los ojos cerrados pensó que el cielo es el mar de Mongolia y que las nubes son las olas.

 

Texto: Quico Espino

Imágenes: José María Guerra Aguiar

 

Nota: Ambos recomiendan ver un vídeo de The Hu, un dúo mongol, titulado Yuve Yuve Yu (Official music video).

 

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