El pañuelo

Juana Moreno Molina

El viento nos dio una tregua al fin, y hoy amaneció precioso, por lo que retomo mi rutina de paseos por el barranco entre tabaibas, tajinastes blancos, zarzas, salvia de lindo color y un sinfín de otras plantas, cuyo nombre ignoro, sin olvidar los bardos de tuneras indias, que exhiben provocativas sus frutos maduros. Frutos que ahora mismo son asaltados por unos niños escapados del cole, que se atiborran de ellos, como hice también yo alguna vez, hace ya mucho tiempo. 
 
Mi atención se detiene más adelante en una mancha blanca sobre una julaga que contrasta con el verdor de su entorno. (Sé que se dice aulaga, pero me sabe mejor decir julaga).
 
Me acerco a observar, sin hacer caso de una impertinente tunera que me roza con malas intenciones. Es un pañuelo de hombre. Fijándome bien veo que tiene las iniciales S. R. ¿Sancho Ramos? ¿Santiago Rodríguez? ¿Salvador Requeseyó?
 
El pañuelo, bien extendido sobre la esquelética planta (como la denominaba Unamuno) hace que mi imaginación vuele para desvelar el misterio del porqué se encuentra aquí. ¿Será que su dueño es un señor mayor enchaquetado que llevaba el pañuelo asomando en el bolsillo superior de esa prenda? 
 
Seguro que iba en un taxi, desmayado, rumbo a Urgencias a toda velocidad. Su angustiada esposa va con el pañuelo, sacudiéndolo por la ventanilla, sin parar de pedir paso. El viento se lo arrebata y volando llegó hasta aquí. 
 
¿O sería el pañuelo que tenía aquella mujer que vi la semana pasada, sentada en un risco del camino? Y a su lado una gran cesta llena de... ¿papas?, eso. Me parecía que lloraba (en realidad se secaba el sudor) y enjugaba sus lágrimas con el pañuelo de su celoso ex amante, que la tenía harta. Pero ese día eran tantas las lágrimas que lo dejó extendido sobre el mato para que se secara. De todas formas, pensaba ella suspirando, era lo único que le quedaba de aquel ingrato y quería conservarlo. Siempre hay mujeres raras. 
 
Pero lo más seguro es que este pañuelo estaba en el tendedero de la azotea de una casa cercana donde una chica lo lavó y tendió para entregarlo luego a su dueño, aquel galán de seductor bigotito que conoció una noche en la discoteca y le ofreció el pañuelo para limpiar sus ojos llorosos por el humo de los cigarrillos y por el fuerte ron que le ofreció (vaya usted a saber con qué intención) y que ella se metió entre pecho y espalda. Iba a entregárselo esa noche en una cita convenida, bien planchadito, pero el impertinente viento lo arrancó de la liña y voló y voló. ¿Y con qué excusa se presentará ahora? 
 
Llego, con mis cavilaciones, hasta mi acostumbrada meta del paseo y, de regreso, busco el pañuelo y no lo encuentro donde estaba. Me afano en su busca y nada. Más abajo lo diviso en el camino hecho una pelota, sucio de tierra y con manchas rojas que destacan. No me hizo falta averiguar que fueron los muchachos que, hartos de tunos, lo usaron para limpiarse las rojas bocas y manos, abandonándolo luego en el camino.
 
Pero me parecía tan prosaica la realidad que mi fantasiosa y romántica imaginación interpretó que S. R.,  dueño del pañuelo, se enjugó la sangre que manaba de una herida en el labio a consecuencia del bofetón que le dio una chica por atreverse a  insinuársele. Ella corría por este mismo sitio, equipada deportivamente con malla deportiva. 
 
J. R. no debería tirar cosas al camino, ni el pañuelo sucio ni la reputación de una mujer.
 
Sigo mi paseo, silbando bajito mis melodías preferidas del año catapún y disfruto de este maravilloso día, mientras pienso ponerle cara a los personajes de estas fantasías.
 
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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