
“La casa me había obsesionado tanto que, enfrascada en su silencio sereno, se me antojaba más sonora que nunca.
Había sido en ella ama de llaves, sirvienta para todo, dama de compañía, confidente ocasional y ocasional madre castigadora durante cincuenta largos años y, en poco tiempo, fui arrojada, injustamente, a las fieras. Nunca pude perdonar a mis señores lo que habían hecho. Con todo lo que trabajé entre aquellas cuatro paredes. Me dijeron que los tiempos habían cambiado, pero yo, la verdad, no lo notaba: era una mujer de mi época y nada más: solterona, sin familiares a mi cargo, romántica y dispuesta a cualquier trabajo que en la casa requirieran. Por eso aquellas últimas noches, cuando llevaba el enésimo vasito de leche a la señora ahora encamada, así durante cinco décadas, lo endulcé con un poco de arsénico disimulado con el azúcar. A los quince días murió: no sé si por el veneno ingerido o porque ya era muy vieja, ¡vaya usted a saber! Y yo, donde apenas diviso la mañana azul, en esta celda maloliente, recuerdo aquellos apasionados días en que cada cosa estaba en su sitio.
Sí, efectivamente, los tiempos habían cambiado.”
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