“Cuando regresé al barrio, la Plaza había recuperado la fisonomía de mi infancia: había vuelto a ser como yo siempre la recordaba, donde los juegos con mis amigos de entonces no terminaban nunca. Cuando se hacía temprano de noche, que para nosotros seguía siendo la tarde, el viejo reloj de la iglesia marcaba la hora que todavía se llenaría de carreras, juegos y sudores infantiles, hasta que el inevitable regreso se produjera. Por entonces, la calle y el parque representaban fuentes de vida: la llegada progresiva de la televisión nos acobardó y nos metió en nuestras casas, convertidas en castillos infranqueables. Pero me alegré mucho al ver que la Plaza continuaba siendo la misma. Y que los días lentos permanecían.”
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