El banco del olivo

Quico Espino

Ellos no lo dicen porque no pueden hablar pero el olivo musita historias, si el viento mueve sus ramas, y el banco resuena y cruje y le cuenta al árbol algunas vicisitudes de la gente que sienta sus posaderas sobre él, que no ha sido poca. Cuando sopla el alisio, el olivo las difunde por el aire, sobre todo si está florecido.  
 
Si hablara, el olivo diría que le gusta mucho que los niños jueguen bajo su sombra y la jubilosa algarabía de sus voces y risas, que acallan el sonido de sus ramas al viento. Le cautiva que, cuando juegan al escondite, se encaramen por su tronco y repten por sus ramas como culebras para esconderse. 
 
El banco diría que si el olivo está en flor y los niños van vestidos de blanco, es casi imposible descubrirlos. La caída de una aceituna, o varias, revela en ocasiones el escondite de quienes han subido al olivo, y entonces pasan a jugar a otra cosa, a calambre o al burro, y se agarran al banco para agacharse.
 
En primavera, con los alisios, o sacudiendo un poco las ramas del olivo, se produce una mágica lluvia de flores blancas que es nieve a los ojos de los niños.
 
No así, dirían tanto el árbol como el asiento, a los ojos de una joven, que, sentada en el banco, los tiene cerrados. Se los tapa además con las manos para que nadie vea que está llorando. 
Sería el olivo quien empezara a contar esta historia, incitado por el viento. Añadiría que el llanto de la mujer era de alegría y que se convirtió en risa al rememorar lo que había pasado: un antiguo novio, que la había dejado por otra, vino al cabo de un año a pedirle relaciones otra vez, a poco de tener ella un pretendiente que ya le había entrado por el ojo.
 
Cuando quise, no quisiste,
mis penas fueron tus glorias.
Ahora que quieres, no quiero,
otro tengo en la memoria.
 
Esa fue la respuesta que ella le dio, aunque el banco dejaría claro, recibiendo con júbilo las flores que caían del árbol, que aquella había sido la réplica de la joven de  manera oral, pero que, de  pensamiento, fue más dura, al estilo de Paquita la del  Barrio en sus boleros rancheros y despechados:
 
Cállate, vete callando,
jocico de triquitraque,
escoba de mi cocina,
bacinilla de mi catre. 
 
Muchísimas historias podrían contar el olivo y el banco, todas sobre la gente de  San Isidro, en cuya plaza los ubicaron. Presume el primero de que a todo el mundo le gusta la sombra que él da y le place que lo quieran tanto. Siempre procura  agradar, y más de una  vez, en verano, con un sol de justicia, ha conseguido alargar el contorno de su sombra para paliar el calor sofocante. 
 
El banco, por su  parte, hace alarde de que los habitantes del barrio, sobre todo las  parejas recién formadas, lo prefieren como asiento, y allí, casi a hurtadillas, se  producen los primeros arrumacos y se dan los primeros besos. Le agrada igualmente que se sienten en él los hombres y mujeres mayores para contarse sus batallas, sus
penas y sus alegrías. Y algún que otro chisme.
 
Le encanta al olivo hacer cumplidos a las aves que se posan en  él y también le gusta  cumplimentar al banco. Cada año, cuando lo retocan, le echa un piropo. Hace poco le aseguró que estaba  muy guapo pintado de marrón oscuro, un color que le sienta  muy bien. 
 
Y tanto el uno como el otro se quedan encantados cuando escuchan a la gente decir:  “vamos a sentarnos en el banco del olivo”.
 
Texto: Quico Espino
Imagen: Ignacio A. Roque Lugo
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