El regreso
Fotografía de Conchi Valencia MorenoTodos hemos oído sobre la España vaciada, fenómeno que sufren también nuestras islas, en menor escala, claro, pero por las mismas causas: éxodo a las ciudades de muchos jóvenes del ámbito rural, en el que se quedan sólo los viejos, por lo que no hay relevo generacional. Se abandonan los campos de cultivo y desaparece la ganadería. También los viejos desaparecen y ahí quedan los pueblos y casas de campo abandonados, desmoronándose.
Pero no nos lamentemos, aunque algunos vuelven a retomar las tareas del campo, la industria turística ha sabido sacarle provecho a este fenómeno surgiendo en aquellos barrios olvidados, donde menos lo esperas, hoteles rurales, casas vacacionales y otros atractivos como el senderismo. Esto hace que, por una parte, nos esmeremos en hacer atractiva y cómoda la propiedad, conservando su esencia en el paisaje y, otra, un medio de sacarle rendimiento económico a la casa de los abuelos.
El siguiente relato es la historia de un pionero en estas empresas que no se resignó a ver el deterioro de la casa de su niñez por su obligada ausencia.
Creía que nunca iba a volver y, un día, después de cincuenta años, se ve haciendo la maleta. Sobre la mesa de noche el billete de avión y el pasaporte. De vez en cuando les echa un vistazo, todavía no se hace a la idea de que, después de tantos años, volverá a la tierra que le vio nacer, al pueblo cumbrero de su niñez, a la casa de sus padres: su casa.
Se sienta en la cama con la maleta a medio hacer y hace volar su pensamiento. Tiene muy claro en sus recuerdos las sensaciones de aquellos años vividos al pie del Bentayga: La miseria y el hambre de la posguerra que se sufrió en aquellos parajes fueron paliados por la unión y la generosidad entre los vecinos, y en su casa lo suavizaba el gran amor que sus padres les prodigaban a él y a su hermano gemelo, ya fallecido.
Eran dos chiquillos de apenas ocho años cuando ayudaban con las cabras llevándolas a pastar cerca de aquel grandioso risco. Crecieron a base de leche con gofio, potajes de jaramagos y poco más.
Con ternura le viene a la memoria la niña morena de grandes ojos que vivía cerca de su casa. También el maestro bonachón que les enseñó las primeras letras y algo de cuentas.
Pero basta ya, se dijo; hay que terminar de hacer la maleta. Pero su mente no descansa, le viene de nuevo a la memoria aquel pago de apenas quince familias, casi todos emparentados, al socaire de los almendros en flor, arropados en la bruma entre aquellos dos colosos: Roque Nublo y Bentayga.
Piensa si reconocerá los anhelados riscales, aunque está seguro de encontrarlos diferentes, dado el paso del tiempo. Se dijo que el pueblo tendría que haber crecido y estaría dotado con los adelantos modernos de este siglo, pero no estaba seguro de encontrar de nuevo a algunos de los paisanos que dejó al marchar. De nuevo recuerda a la joven que amó, aquella con la que jugaba de niño: la niña morena. Se habrá casado y ahora será abuela como yo, se dijo.
Se dirige con premura al aeropuerto de Melbourne para emprender ese viaje de regreso, que hizo de ida con veinte años para trabajar en las minas. Le esperan muchas horas de viaje y tiene tiempo de sobra para recrear en su memoria cómo transcurriría el resto de su vida en el pueblo. Se ve paseando por calles adoquinadas de animadas terrazas, casas que conservan aquel encanto familiar que conoció, charlando con su gente... El sitio ideal donde dejar transcurrir plácidamente sus días. Su casa la remozaría, sería auténtico ejemplo de las antiguas y modestas construcciones de la zona cumbrera.
Llegó cansado a Las Palmas. Se alojó en un hotel para emprender al día siguiente el viaje al centro de la isla.
Le costó encontrar el camino para llegar a su anhelada meta. Mientras se acercaba, un presentimiento iba encogiéndole el corazón. Al llegar sus temores se confirmaron: El pueblo casi no existe ya. Está abandonado, no hay nadie, las casas, casi todas en ruinas, la pequeña iglesia sin torre y la maleza cubriéndolo todo. Se acerca a la suya que no tiene puertas ni ventanas sino huecos oscuros, con sus paredes profanadas con obscenos grafitis. Sin muebles: expoliada.
Se sienta, desconsolado, en el quicio del que fue su hogar hace tantísimo tiempo y, mirando al inmenso Bentayga, deja que sus ojos se enturbien.
Su pueblo, desde hace mucho, forma parte de una lista de abandono de sus habitantes por la inexistencia de recursos.
Texto: Juana Moreno Molina
Imagen: Conchi Valencia Moreno
































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