La casona

Miguel Rodríguez Romero

[Img #5249]El miedo, sobre todo el que nos inculcan, es, creo yo, el peor de los sentimientos.
 
Siempre tuve un miedo horrible a la vieja casona de piedra seca que se alzaba a pocos metros de mi ventana. Me acongojaba con sus dos plantas y un pequeño corredor. 
 
 
En las noches de luna nueva creía ver a una señora alta, de complexión fuerte, cara redonda y pequeña con un enorme moño, que parecía no pertenecer a su cuerpo.  Y lo que es peor, me sonreía.
 
 
Así que, al cabo de los años, decidí hablar con uno de los antiguos moradores del lugar, llenarme de valor y visitar la vieja casona. Lo hice y él accedió a ir conmigo, en silencio, pues no era el hombre muy hablador.
 
 
Nada más introducir la enorme llave en el portalón, de doble hoja, me estremecí con sólo oír su crujido. Al entrar me encontré con un patio empedrado, que llevaba hasta un corral, supongo que sería el cuarto de baño de la época.
 
 
A la izquierda, una escalera de piedra de canto, que iba hasta el corredor de mis pesadillas; resultó ser más pequeño que el que yo soñaba.
 
 
Le conté mi historia a mi acompañante, y el decidió contarme la suya: “Aquí vivíamos en esta habitación; soy el tercero de una familia de ocho hermanos. Este cuarto hacía de cocina, salón y dormitorio, separados de la alcoba por una cortina mugrienta y roída.
 
 
Cada noche la misma historia: nosotros dormíamos cabeza con pies, pies con cabeza, pues así ocupábamos menos espacio, y detrás de la cortina siempre lo mismo: gritos, insultos, ruido de cacharros, y se acababa siempre con el rítmico sonido del somier y los jadeos terribles que machacaban mi cerebro infantil.
 
 
Por no poder mantener a tantos niños, hubo que entregar a algunos de mis hermanos a familias adineradas, lo cual contribuyó, en gran medida, a nuestra falta de confianza en la vida.
 
 
Así que tú y tus miedos infundados no tenían razón de ser, porque después de escuchar este pequeño relato, debes entender que vivías mucho mejor que yo, a mi lado, pero en el paraíso”.
 
 
-Tienes toda la razón del mundo –le dije, asintiendo también con la cabeza.
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