Mi tío abuelo Alejandro
Ilustración: Juana Moreno MolinaSiempre se ha dicho que las penas de amor, como otros sentimientos que sufrimos, se curan con el tiempo y con los consejos de los siguientes refranes: la mancha de una mora con otra verde se quita; un clavo con otro sale y la tan concurrida, que sirve para todo: no hay mal que cien años dure. Pero está visto que es difícil superar este estado de ánimo sin la ayuda de una voluntad e iniciativa personal, como escribir, hacer versos, pintar, hacer deporte... Por eso creo que se debería probar, como hace el protagonista del siguiente relato, mi tío abuelo, antes de llegar al diván del psicólogo.
Mi tío abuelo Alejandro, ya muy mayor, acostumbraba por las tardes a sentarse bajo el granado, en un viejo sillón de mimbre que se salvó de la última hoguera de San Juan. Se entretenía largo rato, como un ritual, liando y fumando su tabaco de hoja.
Recuerdo verlo tocado con un sombrero muy usado de ala ancha de dudosa blancura, que cruzó el Charco con él y sombreaba su morena cara surcada de arrugas, en la que destacaban sus tristes ojos de un verde desvaído.
Siempre llevaba un lápiz en la oreja; de vez en cuando lo afilaba con el cuchillo que llevaba en la cintura. Sus pequeñas y redondas gafas sin montura pendían sobre su abotonado chaleco y, en uno de sus bolsillos, asomaba una pequeña libretita.
Yo, siendo adolescente, me sentaba a su lado, escuchando embelesada sus aventuras americanas, pues había emigrado a ese continente siendo un muchacho. No me cansaba de oírlo; fue vaquero en Uruguay, en Argentina condujo un camión, en Cuba cortó caña y en Nueva York trabajó de albañil en los rascacielos de Manhattan.
Entre anécdota y anécdota de sus viajes, me recitaba décimas cubanas que él mismo componía y escribía, mojando de vez en cuando la punta del lápiz en su boca.
Tío Alejandro creía que salir del terruño era el remedio para huir de una pena que lo dejó marcado, pero estaba equivocado. Así pensaba su hermana Nicolasa, ya que él nunca hablaba de lo ocurrido. Ella observaba que solamente adquiría sosiego escribiendo versos que luego rompía o arrugaba. Fue en uno de esos versos, rescatado de la papelera, donde su hermana descubrió que la pena que arrastraba desde su mocedad lo seguía en su vejez.
Insistí a tía Nicolasita para que me enseñara esos versos. Después de leerlos me quedé muy impactada y le rogué que me contara la historia de aquellos amores. Empezó diciendo que la joven era de Gáldar y que su hermano no sabía que padecía de tisis, pues la familia lo ocultaba.
La pobre chica nunca salía de casa, siempre estaba asomada a la ventana. Así fue como la conoció y se enamoró de ella. La noche que la rondó declarándole su amor con su guitarra, hacia tres días que la habían enterrado.
Esta es una décima rescatada de la papelera:
Rompí la guitarra sin razón.
Me emborraché aquella anoche.
Amanecí sin reproche,
hecho pisco el corazón.
Con tino me aconsejó
aquella fuente canora,
de amores muy sabedora,
que no volviera y volví,
y sin saberlo perdí
lo que tanto mi alma añora.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina


































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