Pámpano roto

Quico Espino

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Un tanto abstraído, subiendo por una escalinata de Cueva Bermeja, en el Barranco de Guayadeque, que olía a jazmín y a incienso del campo, me chocó ver un cable eléctrico cruzando aquel vergel en el que malvas de risco, dragos y eucaliptos se combinan con una vegetación espontánea que suele estar compuesta de plantas autóctonas canarias.

 

La luz que había aquel día hacía más rojizo el risco y empecé a sentir calor cuando me encontraba en lo alto de la escalera que trepaba por la montaña. Fue entonces cuando me percaté de que alguien venía subiendo tras de mí.

 

Me paré y vi a una mujer de mediana edad, muy guapa ella, muy puesta, que me saludó amablemente y que, al adelantarme, mostró unas piernas bien formadas, robustas como dos columnas griegas, supongo que de bajar y subir aquellos peldaños a diario.

 

Ella se dio cuenta de que yo iba jadeando y, hospitalaria como la que más, me invitó a tomar un jarro de agua. Me gustó que utilizara la palabra” jarro” en lugar de “vaso” y, por supuesto, acepté.

 

Camuflada estaba la cueva entre la vegetación, que continuaba en el interior, donde había un patio precioso de plantas y flores: crotos, lirios, patas de camello, orejas de gato, de conejo, tajinastes, crestas de gallo, helechas de a metro, pancracias, geranios, vicácaros, flores de mundo…

 

-Pasa pacá, mi niño. Yo me llamo Arminda –me dijo, tuteándome (lo cual me encantó pues no soy amante del “usteo”), y, después de que yo me presentara, distendidos, como si se diera una cierta química entre nosotros, me llevó a una estancia muy espaciosa donde tenía salón, comedor y cocina, todo diáfano y muy bonito.

 

Mientras me tomaba el jarro de agua, que ella había cogido del tallero, con pila y culantrillo, me fijé en el retrato de una mujer joven que había sobre el aparador y que se parecía un montón a mi anfitriona.

 

-¿Eres tú, no? –le pregunté.

 

-No. Es mi bisabuela. Nos parecemos mucho. Me enorgullece decir que fue la primera mujer que rompió con el rito tradicional del Pámpano Roto, aquí en Guayadeque.

 

-¿Cómo? –pregunté extrañado.

 

-¿No sabes la historia del Pámpano Roto? –me respondió ella con otra pregunta.

 

Yo estaba al corriente de tal tradición pero no me di por enterado, pensando en cómo iba a tratar aquella mujer una historia tan picante, pura lascivia, y entonces, con una naturalidad pasmosa, mirándome con franqueza, me contó que durante siglos, desde antes de la conquista española hasta principios del siglo XX, las bodas se celebraban allí, entre ellos, después de un ritual erótico lúdico en el que hombres y mujeres bailaban en coro, ellos desnudos, ellas con ropa interior más una hoja de ñamera, el pámpano, en el trasero, y el hombre, con movimientos lujuriosos, tenía que romper la hoja con su pene erecto.

 

“Pámpano roto”, gritaba la pretendida, cuando el pretendiente atravesaba la hoja.
“Pos quítate ese y pónete otro”, replicaba él, no sin arrogancia, presumiendo de su virilidad.

 

-¡Mi madre! ¡Qué barbaridad! No me extraña que tu bisabuela quisiera romper con tal tradición. ¿En qué año fue eso? –pregunté, sumamente interesado y encantado de cómo había tratado ella un tema tan delicado.

 

-Empezando el siglo XX. Se escapó de casa a los quince años, cuando sus padres decidieron casarla. Se fue para la capital y allí le fue muy bien. Se la rifaban los pretendientes.

 

-No me extraña, con lo guapa que era. Me imagino que contigo habrá pasado algo similar, ¿no? Lo digo porque se parecen ustedes un montón. Eres muy atractiva y me fijé, si me permites la licencia, en que tienes unas piernas estupendas, esculturales diría yo.

 

Arminda se rio de manera sonora con esa apreciación y reveló que su marido le decía cosas por el estilo con respecto a sus piernas, como, por ejemplo, que ella no tenía gemelos sino trillizos. Fui entonces yo quien soltó una carcajada.

 

Y seguía sonriente, pensando en Arminda y en la historia de su bisabuela, mientras bajaba la escalinata, no sin admirar la belleza del entorno de Cueva Bermeja, que olía a jazmín y a incienso del campo.

 

Texto: Quico Espino

Foto: Sylvie Quinquis

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