Cuando llegué al trabajo encontré a mi compañero llorando y dando puñetazos al escritorio. No me atreví a preguntarle qué le pasaba. Di por hecho que su abuela había fallecido, la semana anterior faltó un par de días porque la llevó al hospital. Me quité la chaqueta y la dejé en el colgador. Me decidí a preguntarle por qué lloraba. Cuando se disponía a responderme, entró un cliente con un gato negro en brazos, de ojos verdes, como esmeraldas. Mi compañero salió corriendo y se escondió en el almacén. Supuse que tenía fobia a los gatos. Al rato me acerqué hasta el rincón donde se había escondido.
─¿Te dan miedo los gatos?
Él continuó llorando. Entre llantos e hipo me explicó que su gato había desaparecido el fin de semana… lo buscaron por todo el barrio, colocaron su fotografía en postes y redes sociales, sin éxito.
Me contó que hoy por la mañana cuando abrió la puerta de la lavadora para sacar las cortinas, encontró al gato dentro, aún le quedaba una de las siete vidas. De camino al veterinario falleció…
No tengo gatos. Tengo un Chiguagua. He puesto a la venta la lavadora, la nevera y el lavavajillas…






























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