Ensimismado por el paisaje que se abre ante él, el caminante se impresiona al posar su mirada en el roque bermejo de la derecha. Ve una cara completa: ojos hundidos, profundos, dos cuevas desiguales; párpado, mejilla y oreja izquierdas salpicadas de líquenes de colores, naranja, rojizo, blanco, verde, como si se hubiese maquillado; nariz erosionada con sólo una fosa nasal y boca incompleta con labio inferior velado por una pequeña cascada de hongo y piedra.
En la cabeza, deforme y un tanto ovalada, coronada de liquen anaranjado, también vislumbra el paseante otras caras expresivas, aunque no tanto como la que se dibuja en el roquete de la izquierda, con la boca negra abierta de par en par, una minúscula pero respingona nariz, como una mota oscura, y los ojos cavernosos que parecen asombrados.
Totalmente abstraído, casi embelesado, el caminante tiene la sensación de no encontrarse solo, de que está en compañía de otros seres tan vivos como él y que le transmiten una placentera calma.
La misma serenidad que lo embarga cuando contempla Tamadaba, verdeando tras las lluvias, donde vuelve a ver caras diversas, y cuerpos acostados, perfilados en las laderas, y, cruzando el mar, la gigantesca valquiria, que navega boca arriba sobre las aguas, y cuya teta, el Teide, despunta sobre las nubes.
Y cuando, casi hechizado, deja perder su mirada en el azul, el paseante siente que, aunque ínfima, es una parte más del infinito mundo que lo circunda, una mota de polvo en el camino; entonces, esbozando una emotiva sonrisa, levanta los brazos al aire, mira al cielo, y musita: ¡gracias, gracias, gracias!
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