El toque de las campanas les recordaba sus años de juventud. En la residencia comían sin sal, estaban prohibidas las mascotas, los aparatos tecnológicos, comer chocolate… Solo podían portar el pastillero semanal y alguna fotografía familiar.
A la hora del patio, las cuatro ancianas se apoyaron a sus andadores ortopédicos, el sol les iluminó sus cabellos cenizos y oreaba sus mejillas. Frenaron el caminador. Se sentaron y sus miradas se extraviaron en el cielo.
En el patio, tres de ellas lloraron, una dijo «¡todos mis amigos han muerto, no sé qué hago viva!», otra repetía, «¡cría cuervos que te sacaran los ojos!», otra lloró a su hijo y marido recién fallecidos. María disfrutó del sol y con una sonrisa espetó «¡yo tengo una mascota, yo tengo una mascota!», y dio saltitos en su asiento acolchado.
¿Una mascota? ¿Qué mascota?
María, en el comedor, cada día se robaba un panecillo que guardaba en su cartera…
Un lunes, a las once de la mañana, los sanitarios entraron a la habitación 89. Una anciana yacía arropada. Levantaron la sábana. Encontraron a una mujer abrazada a una enorme rata negra.
La frente de la octogenaria y las patas de su mascota estaban frías.
Verónica Bolaños Herazo.





























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