A destiempo
Las cosas buenas de la vida llegan a destiempo, pensó.
Entró en la pequeña cantina que regenta el repartidor del agua de regadío. El aire era denso y el olor a tabaco de picadura y hombres de campo llenaba por completo el lugar.
En cuanto se percata de su presencia, el encargado del menester le dice, en voz baja, que se entiende perfectamente en medio de tanta alboroto, “esta noche tendrás que correr muchacho; tienes el agua a las once menos once, pero eres el primero de la zona; así que irás hasta la cantonera del Cuarto y abres la trampilla”.
Puntual como no puede ser menos, el muchacho quita la tabla que hace de cierre, la torna, y empieza la carrera del agua, aunque hay suerte porque la noche es espléndida, no hace viento y la enorme luna alumbra más que el farol.
Aunque había limpiado la acequia por la mañana, resulta inexplicable que en cada recodo se junte tanta pajulla.
Falta poco para llegar al cercado; no ha perdido mucho tiempo y las cuatro azadas de agua se mantienen; va a ser una buena regada.
Alguien desde lejos le grita: ¡déjalo, muchacho, que ya sigo yo! y él piensa por un momento “hay que joderse, las cosas buenas de la vida siempre llegan a destiempo”.
Miguel Rodríguez Romero































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