Tengo para mí que el cielo y la bahía del Puerto de la Luz (¡bello nombre!) son casi hermanos: cada día se muestran dispuestos a cambiar la realidad cotidiana y a ofrecernos un nuevo matiz con el que no contábamos.
Por eso tanto el cielo como la bahía caminan de la mano, como si gemelos fueran, en perfecta armonía sinfónica de nubes entrelazadas, cual notas musicales, y horizontes misteriosos que esconden aventuras jamás contadas. Y se acercan, sobre todo, a los poetas porque, además de ser los dueños de las mejores palabras eternas, sus miradas se confunden con las figuras literarias donde la expresión adquiere la belleza atrapada en versos que saltan y vibran a nuestro lado, como chapoteando.
Es posible que nos crucemos con el poeta cada día y ni siquiera sepamos quién es o ha sido. Puede ser una persona que toma café en cualquier terraza de Las Canteras o, quizás, coincidamos con él en la guagua o en la Playa de las Alcaravaneras. O esté recostado en un banco de Triana. Todo eso da igual: sus palabras hace rato que se han convertido en imágenes permanentes y circulares que siempre regresan. Y como yo no puedo con las palabras, necesito la imagen, que, además, aporta sugerencia y precisión.
Y las imágenes traen siempre las palabras de los otros. Si Tomás Morales decía que
El mar es como un viejo camarada de infancia
Domingo Rivero, en cambio, nos recuerda
Y el muelle en sombra deja sus pálidos reflejos
Todo esto tiene una continuación. Por eso dejamos que el inteligente lector, cuando pueda, cuando lo desee, descubra el resto. Que no es poco.
Juan FERRERA GIL
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