Luisa

Opinion

luisajuanamorenomolinaLos decires canarios son refranes que encierran un pensamiento o sentencia con un cierto regusto popular y con intenciones casi filosóficas, a veces incomprensibles para los de fuera, aunque creo que las nuevas generaciones de canarios tampoco llegan a entender el significado, ya que se utilizan palabras en desuso o frases derivadas de actividades pesqueras, agrícolas o de unas costumbres y giros en el habla.

En el siguiente relato reflejo una historia que pudo acontecer en un medio rural a principios del pasado siglo:
Antonia era una muchacha en edad de merecer. Guapita ella, colorada como los peros de su huerta, caprichosa y de mal genio como su padre, y que, según su madre, de nombre Luisa, tenía el rabo torniao.

La rondaba un muchacho forastero, por cuyo cogote le escurría la brillantina, del cual se había enamoriscado, pero a sus padres les disgustaba la perreta que había cogido con él. Luisa ya se lo daba a entender con una sola frase frunciendo el cejo: de ése, guárdame una cría. También, para quitárselo de la cabeza, le decía; ya sabes, con la cuchara que coges, comes.

Una mañana, mientras segaba hierba junto a su marido, Luisa le dijo que había que casar a la hija con un buen hombre que mirara por ella y no por la herencia que le iban a dejar, como pretendía aquel interesado, que era más presumido que una peseta en perras. El marido sólo dijo ¡jum!, que ella interpretó como que le dejara tranquilo, por lo que ella sola emprendió “tamaña empresa”.

Se fijó en Isidro como posible yerno, un hombre bueno y serio, trabajador pero flaco como un guirre, que tenía sus cachitos lindando con ellos. Ya era algo mayor y no se había casado, pues las muchachas lo rehuían por su carácter huraño y solitario.

Luisa se dijo que Isidro podría ser un buen marido para su hija: él, huraño y de pocas palabras y ella, muy zafada. Pensó que se podrían complementar, de la misma manera que un plato rajado es bueno para un jarro desbocado, por lo que se dispuso a hacer de casamentera.

Cuando prendía la hebra con Isidro, le hacía ver que su soltería no era buena, que el buey solo no ara. Le metía por los ojos lo dispuesta que era su hija y la finca que heredaría el día de mañana, y nadie mejor que él para defenderla, ya que colindaba con la suya. Así, poco a poco, fue entusiasmándolo.

Por otra parte, le comentaba a su hija, así por encima, pero con intención, que Isidro era el mejor partido que una muchacha podría conseguir, exaltando las virtudes del muchacho y las ventajas para los dos en unir las propiedades de ambos.

Antonia se dijo: ¿ porqué no? Ya lo conocía y más de una vez habían conversado, haciéndole gracia su timidez. Decidió que se casaría con él, no quería ser menos que sus amigas, que ya lo habían hecho y que incluso tenían ya varios guayetes.

Se casaron sin amor, por conveniencia, y se trataban de usted, pero no tardaron mucho tiempo en acostumbrarse el uno al otro.

Al cabo de pocos años el matrimonio los cambió. El carácter de Antonia se suavizó. Disfrutaba llevando su casa con primor y ayudando a su marido en los menesteres agrícolas. Experimentaba cierta alegría de vivir, acentuada por la ilusión de su preñez.

Isidro, por su parte, empezó a ser más comunicativo y se le notaba que había engordado algo, luciendo un aspecto más atractivo. La relación con su mujer era muy atenta, llevándole, de vez en cuando, pequeños obsequios: los primeros higos maduros de la temporada, que envolvía en hojas de higuera, o algún guayabo blanco que el antojo de ella exigía.

Incluso le compró un florido pañolón a un jarandino que pasó por el pueblo.

Ellos no lo sabían, pero se estaban enamorando. Luisa siempre decía, observando a la pareja, que el roce hace el cariño, y cuando un día los vio encariñados se dijo a sí misma, satisfecha de su empresa, que donde puso el ojo puso la bala.

Texto e ilustración: Juana Moreno Molina


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