Recuerdos de anteayer

Opinion

recuerdosdeanteayerA finales del XIX y principios del XX, la gran afluencia de barcos extranjeros en el muelle de La Luz y de Las Palmas, propiciada por la gran expansión colonial europea hacia África y el privilegiado enclave de nuestras islas en las rutas hacia las Américas, incrementó la gran actividad portuaria en todos sus niveles, siendo el abastecimiento de víveres uno de ellos, situación que aprovecharon nuestros campesinos, dada la demanda de productos frescos.

No se quedó atrás mi tía bisabuela María Nicolasa en beneficiarse de la oportunidad de negocio. De ella cuentan que era morena, de ojos verdes. Tenía una belleza que imperaba a finales del S. XIX, o sea, era más bien llenita. Ya había pasado su primera juventud y no se había casado, aunque no le faltaron pretendientes, pero ella se impuso la responsabilidad de defender su herencia y, quién sabe, a lo mejor ni tenía vocación de casada.

Su único hermano, Isidro, ya había heredado su parte y estaba empeñado en que le vendiera la de ella, pues consideraba que al ser soltera no era capaz de administrarla, y si se casaba, su marido pretendería manejar las tierras como propias, haciendo y deshaciendo a su antojo, cosa que le ponía de los nervios de solo pensarlo.

No obstante ella demostró su capacidad de gobernar la finca con mucho tino, manteniendo su patrimonio con la ayuda de algunos jornaleros.
Acompañada de Pedro, fiel trabajador, llevaba al Muelle de las Palmas, donde atraca los barcos extranjeros, la carreta, tirada por mulas, cargada hasta los topes con productos de la tierra: verduras, plátanos, miel, huevos, queso…

Hasta que un día, ¡Oh Dios!, se enamoró de un marinero nórdico, que además no era católico , un “yanky de p’allá, ” como decían los viejos, los cuales tenían asumido que las personas que no hablaban su lengua eran yankys.

El enamoramiento de María Nicolasa era tanto que no tardó en traerse a casa a su
enamorado. Fue un escándalo en la familia. Su hermano le retiró la palabra. Su tío Ignacio, que era cura, pretendió catequizar al hereje en vano. Pero a ella le daba igual lo que pensara el mundo entero.

Vivió feliz con su rubio marinero que la adoraba, el cual se acostumbró a manejar aquel endemoniado artilugio que llamaban sacho sin quitarse de entre los dientes su pipa de espuma de mar. Entre los dos, cada quince días, llevaban la carreta cargada al puerto, que nunca regresaba vacía. Así se convirtieron en un lucrativo negocio sus idas y venidas. Se casaron ante un juez (novedad del gobierno liberal del momento) para escándalo del tío cura, pero no tuvieron hijos.

Cuentan que al marinero, ya viejito e impedido de las piernas, lo recostaban en un catre viento en la zona de la huerta donde pudiera divisar el mar y, nostálgico, exclamaba cuando veía algún velero:“¡Qué mal viento lleva ese navío! ¡Buen puerto lo acoja!”, y se le llenaban los ojos de lágrimas. María Nicolasa, tan vieja como él, lo arrullaba canturreando bajito, consolando aquella pena de mar.

Texto: Juana Moreno Molina
Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno

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