La Montaña de Arucas, desde la azotea que actúa como una nueva mirada, resulta, ante nuestros ojos, atractiva y novedosa. Atrapada entre casas de los distintos vecinos mantiene aún su prestancia y parece alcanzar a toda la ciudad como si dispusiera de un manto protector en el que dar y ofrecer cobijo: el rumor de la montaña. Aunque ahora parezca más pequeña, no siempre fue así. Cuando las casas no se habían asentado en el lugar, el misterio de su estampa llenaba todo el espacio. Y mucho antes de que los vecinos talaran sus árboles, poco a poco, para poder cocinar y combatir el hambre, mantenía la visión mágica de casi un bosque. Y el llegar a su cumbre es un agradable paseo que habla de narradores omniscientes y de cronistas visionarios que dejaron plasmada su particular visión guardada, tristemente, en almacenes polvorientos.
Es cierto que ya no detiene a las nubes como antaño porque, antes, según se atravesaba el túnel de Tenoya, había otro tiempo, otras nubes que sí descargaban el agua de lluvia. Cuando la isla era más grande, la Montaña se elevaba casi como una diosa. Y, divisada de lejos, anunciaba la ciudad que a sus pies descansaba, pero no dormía. La gente del lugar, laboriosa, la ha mimado siempre; aunque ni siquiera haya subido ni una sola vez a su cima. Hay sentimientos que no necesitan la experiencia para que se manifiesten vivamente
Así que la Montaña de Arucas no solo es una metáfora sino que, desde su grata presencia, se ha convertido casi en un símbolo. Aunque algunos vean solo su solitaria existencia de ahora, durante años vivió acompañada de propios y extraños, convertida en punto de encuentro y referente de la ciudad que a sus pies quedaba. Esa manera de ser y sentir aún se mantiene. O eso quiero creer. Solo hay que darle un empujoncito para que la Montaña de Arucas comience a vibrar de nuevo y vuelva a formar parte de la ciudad que a sus pies vive, descansa y, en ocasiones, duerme.
Juan FERRERA GIL
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