Los nombretes
En las tardes frías de invierno nos reuníamos al abrigo de una pared de piedra seca, prendíamos una pequeña hoguera y asábamos papas, por supuesto de dudosa procedencia. Pasábamos la tarde contando mil historias hasta casi la noche.
Todos teníamos apodo: yo era no sé qué, otro era no sé cuantos, pero a uno de los nuestros le llamábamos “el Burro”.
El nombrete venía dado por su eterna parsimonia para todo. Esa forma de ser, aderezada con una tartamudez extrema, le hacia padecer todo tipo de burlas, no sólo de los compañeros de clase, sino también de los mayores, los que no podían soportar que escribiera con la mano supuestamente equivocada.
Mi amigo, al que siempre defendí a capa y espada, se trasladó a la capital con su familia y no supe nada más de él.
Un buen día, no hace mucho tiempo, recibí una inesperada visita. Se trataba de una pareja a la ni siquiera conocí de primera, así que ellos mismos se presentaron.
-Hola Miguel. Soy “el Burro” y ella es Erica, mi esposa.
Mi alegría fue inmensa.
Me contó, que nunca se había olvidado de mí, que ya no vivía en la isla, que había estudiado matemáticas y ahora daba clases en una universidad de otro país.
También me dijo que todo el tiempo que podía lo dedicaba íntegramente a luchar contra esa terrible enfermedad social que se llama acoso, en todas sus variantes, ya fuera escolar, laboral, o social.
Me pareció tan hermoso que no tenía palabras. Sólo le comenté que este tipo de actitud nace en los hogares y no se sabe dónde desembocan.
En la despedida, Erica me abrazó y susurró a mi oído un maravilloso “muchas gracias “. Sólo pude decir, que mi amigo “el Burro” ya no sólo no era tal, sino que, como en el cuento del patito feo, se había convertido en un hermoso y elegante corcel.
Miguel Rodríguez Romero






























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