El cielo dejaba caer sus nubes en la mañana dominguera.
Se adivinaba que el día iba a estar calentito en aquel septiembre todavía pandémico. Las casas, pequeñas, unas, y señoriales, otras, ofrecían sus tejados y fachadas para que la luz se abriera paso. En aquel rincón de la ciudad, el blanco de las paredes, como si fuera un espejo, configuraba los días luminosos: ejemplo claro y evidente de una tradición histórica en Arucas. Y como aquí predominan, mayormente, los días grises, el blanco, suma de todos los colores, níveo y claro, viene a resaltar el espíritu animoso de sus ciudadanos.
Por eso nos resulta tan elocuente y peculiar esa blancura permanente: no solo habla de tranquilidad y pachorra isleña sino que, además, se convierte en el moderador sensato y sereno de las improvisadas tertulias callejeras.
Ya ven: cielo y tertulia. Nunca lo habría imaginado.
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