La palabra y el territorio
Quien haya leído Cien años de soledad recordará que en Macondo, al principio, cuando el mundo era reciente, “algunas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. La historia de la humanidad es, en buena medida, el intento de ir poniendo nombre a las cosas para integrarlas en nuestra realidad. Para traerlas a nuestro mundo que es el del diálogo, la reflexión, la conversación. La acción. Porque mientras no tengamos un nombre para ellas, por mucho que existan, nos parece que no son parte nuestra. Digo esta perogrullada porque veo y leo estos días como una y otra vez llaman fajana a lo que, en mi opinión, no lo es.
Los palmeros, al igual que el resto de los canarios, han denominado tradicional y popularmente a las plataformas volcánicas costeras como islas bajas. Estas son el resultado del adelantamiento de la línea de costa por aportes volcánicos, coladas que caen por los acantilados, normalmente canalizadas por los barrancos, que se derraman en abanico y forman deltas de lava.
Las fajanas, en cambio, son formas nacidas de la erosión del relieve que pueden encontrarse tanto en el litoral como tierra adentro, en las montañas. Pueden ser plataformas, más o menos llanas al pie de acantilados, originadas por el derrumbe parcial e imprevisible del cantil; o resaltes horizontales que como andenes colgados en el vacío sobreviven de manera inverosímil en laderas abruptas y vertiginosas de los barrancos. Las islas bajas son resultado de la pulsión interna de la tierra que crea, de manera violenta e intermitente, el territorio. Las fajanas, en cambio, atestiguan la destrucción paulatina, constante e implacable de las islas.
Fajana e islas bajas son denominaciones culturales del territorio, elementos del paisaje que solo nombramos nosotros y que podrían, por tanto, existir a pesar de que solo nos limitáramos a señalarlas con el dedo, como hacían en el vetusto Macondo para nombrar a las piedras y a las casas. No podríamos, en cambio, señalar con el dedo a la angustia, el sufrimiento, el miedo, el desarraigo y la ansiedad que sufren estos días muchos palmeros. Para poder identificar estas situaciones y emociones, hemos tenido que inventar palabras para reconocerlas, para identificarlas y sobre todo para tomar posición, individual y colectivamente, frente a ellas.
Hay palabras, triviales e insustanciales, que nos indican la dinámica, la génesis y las formas que adopta el territorio. Y hay palabras, revolucionarias, que tienen una innegable capacidad transformadora de nuestra realidad social: empatía, compasión, solidaridad, altruismo. Humanidad. Términos que nos permiten sentir, de otros, su tristeza y su desesperación. Su palpable, profunda y dolorosa necesidad. Su paisaje interior.



























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