Después de todo, y al final del relato, quedarán como testigos eternos el Roque Nublo y el Teide unidos por el Atlántico.
El mar sereno y cálido de principios de junio aventuraba, como recordando una obviedad, que la vida no se podía detener. Y la quietud de las aguas atlánticas hablaba de cercanía y familiaridad. Los dos poderosos, hermanados en la distancia, se encontraban en las tardes despejadas, a punto del solsticio de verano, y charlaban con pachorra isleña al socaire de la complicidad bien entendida. Su inquebrantable amistad vivía más allá de las nubes. Y ese saludo constante servía para enmarcar la peculiaridad y el modo de ser de un pueblo unido. Fuera de la escena, San Borondón ofrecía su mirada mitológica a los que se alongaban más de lo debido, incluso arriesgando sus vidas. Las sombras se adivinaban para anunciar el próximo encuentro y, con él, la recurrente sonrisa.
Es el Pico de las Nieves un lugar ancestral donde la mirada alcanza las profundidades jamás soñadas y donde el susurro de las palabras crece en los pinos verdes, los más, y negros, los menos: eternos guardianes que endulzan la vida como si un mazapán de Tejeda fuera. Y de fondo, los pájaros cantando. Antes de que las sombras de Teide se adueñen del horizonte, la eterna compañía entrañable con el Roque Nublo se habrá renovado como en un ritual de siglos.
Y, allí, en el horizonte, el tiempo se convirtió en mito: San Borondón.

































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