“El camino sirvió para avanzar en medio de la espesura y, al mismo tiempo, la ligera y extraña luz del fondo, como si de un foco permanentemente encendido se tratase, repetía, con moderada insistencia, por aquí tienes que pasar.
En un primer momento ni siquiera prestamos la atención debida. Gratamente sorprendidos no llegábamos a interpretar las señales del recorrido. La casa, oculta totalmente por una enredadera añosa, atrapada y protegida, que recorre la fachada entera, dibuja un escondido misterio: hace años que vive sola en el reino del silencio. Como solo logramos divisar el camino de entrada, evocamos el de Antonio Machado y sus largos y pausados paseos a orillas del Duero.
Tienen los andares cotidianos el valor de lo sencillo y de lo auténtico, donde, si tenemos la suerte de tropezarnos con un amigo de vida, el camino se enriquece en la ligera brisa de la tarde, en cuyo diálogo renace la vida toda entre las dos orillas.
Logramos desprendernos de la señorial mansión, aprisionada en una lentitud de voces verdosas de tiempos idos junto a una oscuridad tormentosa de nubes grises que hablaban de otoños fríos, y solo mirábamos al final del sendero.
¡Y entonces comprendí
que me había esfumado
en el recuerdo de los que ahora
contemplan la imagen!
Solo anhelábamos un sitio donde descansar.”

































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