Que no me saquen de aquí

Opinion

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La risa alegra el alma y la vida. Yo me río hasta de mí misma, mi niño. A veces estoy triste, claro está, que no todo son alegrías, y si tengo que llorar, pues lloro, pero nunca dejo que la pena me pueda. ¡Ni hablar!, me dijo, entre otras cosas, una señora de Barranco Hondo, octogenaria ella, que vive en una de las cuevas que miran para Tamadaba, ...

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... a la que yo había dicho, como un cumplido, que era muy risueña.

-Buena filosofía la suya, señora. Yo soy de la misma opinión –repliqué, mientras alargaba la mano para coger el vaso de agua que me había ofrecido amablemente, al verme parado frente al jardín de su casa, mirando las flores.

-Entra padentro, querío, que el agua es destilada, que tengo una pila cargá de culantrillo y mi talla de barro mantiene el agua fresquita que da gusto.

Me encantó el patio donde se hallaba el tallero. Paredes albeadas alternando con cantería, plantas coloridas en macetas de cerámica, como la mayoría de los objetos decorativos, ...

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... y allí me contó parte de su vida: Era viuda; tenía dos hijas que vivían en Gáldar, que ya eran abuelas y que se la querían llevar con ellas a vivir, pero ¡qué va!, ella no se iba de Barranco Hondo por nada del mundo. De allí la tendrían que sacar con las patas por delante.

-A mí que no me saquen de aquí.

También me habló de sus achaques, sobre todo de sus tobillos doloridos, que la hacían cojear un poco y que mejoraban con cataplasmas de arcilla amasada con jugo de pita sábila y agüita de orobal.

-Ando mal de los remos, querío –me comentó, señalando sus pies, mientras nos dirigíamos de nuevo al jardín.

Me sonreí pensando en la imagen de los pies como remos.

Fue entonces cuando apareció un chiquillo de unos trece o catorce años, espigado y sonriente, con la cara salpicada de barros y espinillas.

-¿Dónde estabas, malandrín? ¿Tocándote el violín, no? ¡Ah, jodío! Te lo vas a gastar con tanto uso.

El adolescente, que era uno de sus bisnietos, se puso colorado como un tomate y, de inmediato, diciéndome adiós con la mirada en el suelo, salió a escape. Fue en ese momento cuando yo caí en lo que ella había querido decir, un eufemismo que no entendí de entrada, y, de manera espontánea, me salió una sonora carcajada.

Ella también se rió con ganas, con picardía en la mirada, disfrutando de su travesura.

-Cosas de la edad –dijo.

Me resultó entrañable la expresión de su cara y me dieron ganas de pellizcarle los cachetes sonrosados que lucía.

Poco después, antes de despedirnos, ella cortó unas orquídeas en un rincón de su jardín y me las ofreció con una cariñosa sonrisa. Entonces le pregunté si le podía sacar una foto y contestó que sí, pero cubriéndose la cara con las flores.

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Me fui de Barranco Hondo con un buen sabor de boca. No se me borraba la sonrisa, ni tampoco la cara de pilla, como de niña ruin, de aquella señora tan cordial, después de haberle soltado lo del violín a su bisnieto.

Una carcajada me salió al recordarlo. Estuve riéndome un rato yo solo, conduciendo por esas medianías de Gáldar, que cada vez me gustan más y que ofrecen a la vista unos paisajes extraordinarios:

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Tocándose el violín, pensé, y volví a reírme. Me llamó la atención porque era la primera vez que lo oía como sinónimo de pene. Conocía otras expresiones como tocarse la zambomba, la trompeta o la flauta, o también darle a la manivela, pero lo del violín era nuevo para mí.

Paré en el bar de Saucillo para echarme un vino tinto y una tapita caliente, que el aire estaba frío, y allí me encontré con unos amigos a los que conté lo que me había pasado. Todos rompieron a reír.

Y entre risas evoqué las palabras de la señora de Barranco Hondo y me dije que, sin duda, ella tenía toda la razón del mundo al declarar que reírse alegra el alma y la vida.

Texto: Quico Espino
Fotos: Ignacio A. Roque Lugo

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