La tamarera y el colchón de nubes

Al contemplarla en ese marco tan fascinador, un tanto hechizado, el caminante tiene la sensación de que está contenta la palmera. Tal vez agradece ese colchón de nubes que la libra de las inclemencias del sol, el cual ha tostado, secando las puntas, algunas de sus ramas. Las mece ahora el aire y ellas se separan unas de otras para refrescarse, se cimbrean y danzan al viento, bajo un cielo tapizado de nubes de algodón. Quizás vibren sus hojas con la esperanza de que la lluvia las bañe y se lleve el polvo que ha traído la calima.

-Es una tamarera –dice, de repente, el niño que el caminante fue una vez.

El mismo niño que, junto a su inseparable pandilla, tiraba piedras y palos contra los racimos de támaras que colgaban en lo alto del tallo y que cogían por el aire según iban cayendo.

Se las comían a la sombra de la palmera, con fruición, en especial cuando tenían cerca un almendrero, cuyos frutos maduros recogían del suelo. Les parecía deliciosa la támara y la almendra juntas.

Era el mismo chiquillo que trenzaba tomizas de palma, con las hojas verdes y brillantes, para que la madre fabricara sombreros, bolsos y tapetes que vendía a los primeros turistas que llegaban al pueblo.

El caminante sacude la cabeza para regresar al presente y, después de pensar que conoció la palabra dátil cuando ya era adulto, continúa con sus elucubraciones, unas conjeturas que confieren a la palmera un carácter animado, pero no acierta a comprender que lo que ella quiere en realidad es que el mundo se ponga del revés para poder apoyar la cabeza, y descansar de su postura siempre erecta, en el mullido lecho de nubes de algodón que acolchan el cielo.