Se enciende el cielo de Sardina para despedir al sol. Azul, rojo y amarillo pujan para espantar a las nubes negras, que preludian la noche y acabarán ganando la batalla.

“San Pedro está fumando en cachimba. Esos trazos oscuros proceden del humo de su tabaco”, reseña, entre risas, un hombre mayor que merienda con su familia, sentados en la arena, contemplando el cielo.

Mientras salta en la orilla de la playa, mojándose los pies, una niña grita que la virgen está planchando.

Persuadida de que las sombras no son buenas aliadas para volar, viendo cómo se pone el sol, la gaviota va en pos de su nido, en el Farallón, donde baten las olas contra los riscos y arrullan su sueño. Se duerme mirando el horizonte hasta que la noche no se lo deja ver.

“Parece una pintura”, dice una señora que ha cerrado el libro que está leyendo para recrear su mirada en los colores del ocaso. Después comenta que las mejores puestas de sol de Sardina se dan en otoño. Y añade que le encanta leer en la playa.

Por la mañana el cielo infinito despierta pintado de un azul tan vivo que las nubes blancas, radiantes y esponjosas, sucumben a la intensidad del color. Una de ellas, rebelde, se escapa para no ser atrapada por esa tonalidad celeste; se transforma con el aire que la infla…

… y se arremolina como un torbellino, una espiral de algodón cuyo vértice se aproxima a la tierra, atraído por el color negro de la montaña.

Luego se disuelve en alargados nubarrones que, al atardecer, se inflaman con los últimos estertores del sol en su ocaso. Parece que hay fuego en el cielo.

A quienes contemplamos con admiración el crepúsculo, nos embelesa el rumor de las olas, nos mece el vaivén de sus aguas y nos quedamos junto al mar, extasiados, hasta que la noche se nos echa encima.

Texto y fotos: Quico Espino