Cien años de soledad
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”...
De esta manera tan sugerente comienza la novela de Gabriel García Márquez que en estos días tan especiales he vuelto a releer. Mi casa es ahora Macondo y convivo con Úrsula Iguarán, con José Arcadio Buendía, con el gitano Melquíades y con otros personajes de este fantástico libro debido a la invención, talento y creatividad de este eximio escritor. Su literatura me aparta de la zozobra e incertidumbre de estos tiempos que estamos viviendo y la disfruto como la primera vez que me acerqué a su obra. Y sigo asombrándome de la capacidad de invención de este gran escritor. Y si no, juzgue usted, estimado lector: “ Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes desparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan”.
Leer a García Márquez me consuela y sus libros se convierten en medicina para el alma de la que tan necesitados estamos en estos días oscuros que estamos atravesando.
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