Estimado lector: si mira con detenimiento la fotografía, comprobará que aquella tarde la Montaña de Arucas adquirió la suave tristeza de la melancolía, visible en los inviernos secos y raros.
La luz vespertina dibuja la ciudad entera, pero, desde nuestra posición de vigía, la luminosidad, que se resiste a morir, traspasa todo el conjunto. La Montaña, en su eterna tranquilidad, juega con las nubes sin agua y, abajo, donde la vida, la sombra se adueña, pausadamente y con delicadeza, de los últimos instantes del día.
Es la Montaña de Arucas nuestro punto de vista omnisciente, que nos regala todo el poder del relato, de esa historia no escrita y de unos personajes que ni siquiera están aún esbozados. De momento solo es visible el espacio. Y en él quedamos atrapados hasta que el argumento aparezca por uno de sus extremos, como saludando con timidez de novato temeroso.
“¡Eh, escritor! Aquí estoy: mírame, por favor, que solo no sé caminar…”






























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